Cada miércoles un cuento en El Estafador

miércoles, 19 de marzo de 2008

Informe cerocinco

Hoy hemos ido al Acuario de Gijón. Adentrarse en Gijón más allá del parking del Molinón es aventurarse a una gimkana de orientación. Antes de salir, Mercedes y yo nos concentramos y nos metemos en nuestro papel de Carlos Sainz y Luis Moya. Ella es Carlos y yo soy Luis. Menos mal que en el callejero que ahora reparte el Ayuntamiento se indica el sentido de cada una de las calles que si no. Es que en Gijón casi todas las calles son de sentido único, que estará muy bien pero para los de fuera es un lío porque si te equivocas en un giro estás acabado. Puedes aparecer en Luanco, en Mieres o a tomar por saco diréctamente. Mercedes conduce y yo voy diciéndole por dónde ir. Lo malo de eso es que termino mareado como un piojo... como un piojo que se maree mucho, claro. Si tenemos en cuenta las sidras que me había bebido en la comida antes de ir al Acuario, imaginad.


El Acuario está cerca del puerto del Musel. Los puertos me gustan mucho y cuanto más grandes más me gustan. Es curioso cuánto puedo odiar las grúas que invaden Murcia por doquier y cómo pueden gustarme las grúas de los puertos. Tengo esa fascinación de Pessoa por las máquinas viejas y oxidadas. Lo industrial también puede ser muy romántico.

Juan se ha pasado todo el tiempo corriendo de un lado para otro al borde del infarto y gritando:
Mamá corre, vamos a ver más animales, que te los pierdes. Nosotros, como malos adultos, nos hemos empeñado en que fuera despacio y se fijara bien en cada animal. Pero él a lo suyo: Mamá corre, vamos a ver más animales, que te los pierdes. Mi abuelo Fernando contaba siempre la historia de un hombre que había cometido un delito y cuando lo castigaron le dieron a elegir entre algo terrible (que no recuerdo) o hacer durante varios días lo mismo que hiciera un niño pequeño. El hombre eligió la segunda opción y al cabo de unas pocas horas, reventado de imitar cada uno de los movimientos y juegos del niño, suplicó por la primera y terrible opción. Y es que Juan agota sólo de verlo. Puede estar más de doce horas seguidas sin parar un segundo, gritando de emoción ante cada cosa que vé y enlazando un por qué tras otro de forma endiablada. Y si para es porque lo metemos en la cama a la fuerza.

La sensación que me ha dado el acuario ha sido la misma que tuve cuando lo visitamos el verano pasado: algunos animales marinos parecen verdaderos extraterrestres. Por ejemplo las langostas, por no hablar de las medusas.



Las medusas, moviéndose en círculo silenciosas y en masa, son inquietantes, muy inquietantes. Parecen estar a la espera de algo importante. Seguid ahí, humanos, parecen decir, que ya llegará nuestra hora. Una hora que no parece muy lejana a juzgar por las invasiones de medusas que cada verano sacuden nuestro litoral. Esto me recuerda irremediablemente a un cuento que leí hace muchos años. No sé decir ni el título ni el autor, sólo que estaba en un libro que recopilaba una serie de relatos seleccionados por Alfred Hitchcock. Unos investigadores descubren en una selva centroamericana algo que parecen ser los restos de una nave que aterrizó en nuestro planeta hace miles de años. Lo investigan y descubren que los seres que ellos creían que viajaban en la nave seguían vivos todavía. El suspense va en aumento esperando que los extraterrestres les ataquen pero el final es más sorprendente de lo esperado: ¡descubren que esos seres aparentemente alienígenas eran los verdaderos nativos de la Tierra y nosotos los humanos éramos los que llegamos en la misteriosa nave! Un giro genial. Quizás sólo seamos alienígenas invasores y las medusas
terrícolas están esperando el momento de recuperar lo que les pertenece. (Tengo una anécdota con este cuento. El libro en el que estaba no era mío y le perdí la pista. Muchos años después, estando en El Alto (Bolivia) llegó un contenedor enviado desde España con comida, ropa y otras cosas. Entre ésas otras cosas, había una caja de libros incluyendo el citado de Hitchcock. Me hizo mucha gracia la casualidad.)


Darío ha ido toda la visita bien colocado en la mochila portabebés. La está empezando a descubrir y sospecho que nunca más querrá ir en carricoche. Claro, uno descubre lo bueno y se niega a volver a lo malo. Ha estado todo el tiempo en silencio, mirando atentamente todo lo que le rodeaba. Cuando la gente habla de las vocaciones innatas no suelo hacer mucho caso. Mi teoría es que de pequeños recibimos toda clase de estímulos que no podemos procesar racionalmente ni recordar con el paso de los años, y de todos ellos, alguno nos marca de forma especial y define nuestros gustos y vocaciones. Hemos hablado de eso sentados en un mini aniteatro puesto para mirar a los pingüinos. ¿Te imaginas que Darío se queda marcado por los pingüinos y de mayor decide ser pingüinólogo? le he preguntado a Mercedes.

Otra cosa que se pone en evidencia cada vez que hay juntos niños y animales, es la poderosa influencia de Walt Disney. No hay mayor poder que dar nombre a las cosas. Aspirina lo consiguió con las pastillas de ácido acetil-salicílico. Danone con el yogur. Y Walt Disney con casi todos los animales. Ahí es nada. Recuerdo una visita hará cosa de dos años al zoo de Madrid. El tigre no era tigre sino Shere Kan. El oso no era oso sino Baloo. La pantera no era pantera sino Bagheera. Y así sucesivamente. Hoy, el pez payaso era Nemo y las morenas las secuaces de la bruja Úrsula (que nombre tan bonito, dicho sea entre paréntesis).

De vuelta al camping, hemos descubierto atemorizados que varias calles por las que debíamos ir estaban cortadas por obras. Por suerte, Darío dormía como un bendito y Juan ha entendido que debía estar callado mientras papá y mamá encontraban la manera de volver al camping. Gijón es tan maravilloso que hasta ese momento ella-al-volante-y-él-con-el-mapa capaz de acabar con la pareja mejor avenida del mundo sale bien.

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