Cada miércoles un cuento en El Estafador

miércoles, 30 de julio de 2008

Algunos momentos familiares entrañables


1. Venga Juan, desayuna que nos vayamos un rato al parque. No, al parque no, si quieres fumar, fumas en el patio (literal).

2. Estábamos los tres hombres de casa en calzoncillos dedidándonos a nuestras cosas. En la radio ha sonado una canción de Stevie Wonder y cuando he venido a darme cuenta, yo movía las caderas, Juan todo el cuerpo y Darío daba palmas. Los Montalbanes llevamos el ritmo en las venas.

3. Juan está en la difícil edad de 3 años, además tiene un hermano pequeño. Está irritable y se enfada cada dos por tres, no le faltan motivos, seguro. La otra noche, no sé por qué razón, se enfadó conmigo y después de decirme TONTUCIO se fue a la salita. En un ejemplo de pedagogía irresponsable me tomo sus enfados de forma distinta cada vez. Unas veces me cabreo, otras me río y otras le quito hierro al asunto. En esa ocasión me lo tomé con humor. Vale, dije, soy TONTUCIO, ¿y qué más soy?. Desde la salita se oyó su voz dulce e infantil gritando ¡Y PUTA! (La palabra la aprendió en el recreo, que para eso está.) A mí me dio la risa pero su madre, defensora de los derechos laborales de las trabajadoras y trabajadores del sexo, me dijo muy digna: respóndele que no eres puta, que tu trabajo es de educador social.

martes, 29 de julio de 2008

¿Mejoras? en el blog


Pongo las interrogaciones porque algunas cosas las voy aprendiendo por el sistema del ensayo-error y no sé si han salido bien.

Por un lado, y era una cosa que quería hacer desde que empecé el blog, he puesto la posibilidad de suscribirse vía correo electrónico. En un recuadro de la derecha se pone el correo electrónico y se recibe un aviso cada vez que lo actualice (no sé si pasa lo mismo con los comentarios, espero que sí).

Por otro lado, he puesto algo así como una feed rss. Esto sirve para que si se tiene una página de inicio como la de igoogle o yahoo, se vea en un recuadro de la misma las novedades del blog. Así no hay que estar entrando cada dos por tres para ver si hay algo nuevo.

Debajo he puesto algo como lo anteior pero más molón.

Espero que os gusten las ¿mejoras? y ya me diréis si funcionan.

lunes, 28 de julio de 2008

Conciencia colectiva (o La terrible importancia de las cosas pequeñas)


Advertencia: el post que sigue es algo largo y sin sentido. Es de esos que vienen y van sin llegar a ningún sitio. Si vais mal de tiempo, no lo leáis. Y si vais bien... casi que tampoco. (Detrás hay uno cortito que os va a divertir, ese sí podríais leerlo)

De vez en cuando dedico algo de tiempo a pensar en los vampiros. No me entendáis mal, no es que yo, voluntariamente, decida estar quince, veinte o los minutos que sean reflexionando sobre estos tipos de colmillos afilados, no. Es mi cabeza, que tiene importantes cuotas de autonomía, a la que le gusta divagar sobre temas vacuos. Y cuanto más vacuo el tema, mejor. Lo que me llama la atención de los vampiros es lo que yo denomino su conciencia colectiva. Cuando te muerde uno de ellos, no solo huyes del sol, los ajos y los crucifijos, también adquieres conciencia de ser un vampiro y sabes, como por arte de magia, cómo comportarte, a quién morder, dónde esconderte. El cambio es, además de físico, ético y etológico. Todo un misterio. Similar al de Alien 3 (ó 4, no me acuerdo) cuando clonan a la teniente Ripley y sale igual que era, recuerdos incluidos.




En el número 2 de "La cosa del pantano" (Planeta DeAgostini) se apunta una posible solución. Mientras Alec Holland se debate entre ser un tubérculo o un dios, el Doctor Woodrue le explica al malvado General Sunderland un experimento hecho con gusanos platelmintos (al parecer verídico). Unos científicos enseñaron a uno de esos gusanos a recorrer un laberinto. Después lo cortaron en trozos y se lo dieron a comer a otros gusanos como él. Estos no sabían recorrer el laberinto pero después de comerse al primero supieron hacerlo a la perfección. Según Woodrue, y a la vista de los resultados, se podía concluir con que el conocimiento se puede transmitir por la comida. Quizás eso pueda explicar algo de lo que pasa con los vampiros pero no aclara del todo la sensación de pertenecer a una conciencia colectiva que tengo de vez en cuando.

De joven, me ganaba la vida dando clases particulares. En aquella ocasión estaba con un chico que vivía en un piso muy alto del centro de Murcia. Mientras hacía alguno de los ejercicios que tenía de deberes, me asomé por la ventana. Los coches aparcados estaban dispuestos de manera ordenada y los que circulaban lo hacían por los carriles apropiados. Desde allí arriba todo parecía la maqueta de un aficionado detallista. De repente, un coche rompió esa perfección saliéndose de su sitio y yo me sentí profundamente irritado y a punto estuve de caer en una depresión. Estás loco, me dijo una amiga cuando se lo conté en una de esas borracheras descomunales propias de la Universidad.

Después de aquello salió a la venta la revista "A las barricadas". Una revista antológica (al menos para mí) en la que colaboraban Manuel Vázquez Montalbán, Forges, Carlos Giménez, Sir Cámara, Mauro Entrialgo, Carlos Boyero, Miguel Gila... hasta escribía Juan Manuel de Prada antes de quitarse definitivamente la careta de progre. Una ventaja añadida de esta revista era que se vendía de forma inseparable con Interviú. Ah... qué tiempos aquellos en los que Internet no había democratizado aún la pornografía. Bueno, a lo que iba, que me pierdo. El número 1 de "A las barricadas" incluía un poema de Pessoa titulado "Callos a la manera de Oporto":

Un día, en un restaurante, fuera del espacio y del tiempo,
me sirvieron al amor como callos fríos.
Le dije con delicadeza al misionero de la cocina
que los prefería calientes
que los callos (y eran a la manera de oporto) nunca se comen fríos.

Se impacientó conmigo.
Nunca se puede tener razón, ni en un restaurante.
No los comí, no pedí otra cosa, pagué la cuenta
y me fui a dar una vuelta por la calle.
¿Sabe alguien lo que quiere decir esto?
No lo sé yo, y fue a quien sucedió...

(Sé muy bien que en la infancia de todo el mundo hubo un jardín
particular, o público, o del vecino.
Sé muy bien que nuestro jugar era su dueño.
Y que la tristeza es de hoy).

Lo sé de sobra,
pero si pedí amor, ¿por qué me trajeron
callos a la manera de Oporto fríos?
No es plato que se pueda comer frío,
pero me lo trajeron frío.
No protesté, pero estaba frío.
Nunca se puede comer frío, pero llegó frío.

Cuando lo leí no pensé en todas las veces que en un bar me han traído lo que me pedido pero al revés y me he quedado callado como un gilipollas. Pensé en el episodio del cohe mal colocado y sentí que algo extraño me hermanaba con Pessoa.




La semana pasada, abrí la novela de Guillermo Arriaga, "El búfalo de la noche", para echarle un vistazo. Uno de los epígrafes era de Charles Bukowski y decía así:

no son las cosas importantes las que llevan a un hombre al manicomio. está preparado para la muerte o el asesinato, el incesto, el robo, el indencio, la inundación.
no, es la serie continua de pequeñas tragedias lo que lleva a un hombre al manicomio...
no es la muerte de su amor sino el cordón del zapato que se rompe cuando tiene prisa.

Un escalofrío me recorrió de arriba abajo. Era como si parte del alma de Bukowski estuviera en mi interior. Tal vez él, Pessoa y yo hayamos comido el mismo tipo de alimentos en mal estado. O formemos parte de alguna arcana hermandad como la de los vampiros.

Sí, las cosas pequeñas son las que acaban por desquiciarme y las que, lo sé, darán definitivamente con mis huesos en algún psiquiátrico. Qué hace aquí este pobre hombre, preguntará el enfermero. No encontró calzoncillos limpios que ponerse una aciaga mañana de invierno, le responderá alguien.

Cinco palabras


Creo que es a Jesulín a quien se le adjudica la famosísisma frase En dos palabras: im-prezionante. Mi vecino, el de los superpoderes del que ya hablé en un post, charlaba la otra noche con otro hombre. Hablaban de deporte, cómo no, y en concreto de fútbol. Entonces, a propósito de Cristiano Ronaldo, dijo mi vecino: ése es impresionante, con todas las palabras: im-pre-sio-nan-te. ¿Quién da más?

martes, 22 de julio de 2008

En 2º de BUP nos hicieron leer el Quijote. La primera parte entera y capítulos sueltos de la segunda. Ese verano, de mi orden, me acabé de leer la segunda parte. Será porque la edición era bastante mala (los miopes odiamos la letra pequeña) o porque la edad no era la apropiada pero... pero... venga, valor, tú puedes, que ya casi lo has escrito... pero no me gustó. No me gustó el Quijote, qué le voy a hacer. Cualquier día de estos volveré a leerlo a ver qué tal. Tampoco he terminado de leer el "Ulises" de Joyce ni "El ruido y la furia" de Faulkner. Ahora, que Faulkner me encanta, y no solo por "Amanece que no es poco", sino por "Mientras agonizo" o "Luz de agosto". En todo caso, en la obra más famosa de la literatura española hay una advertencia que no habría que pasar por alto: leer mucho acaba licuando el cerebro.




El otro día quise hacer cuentas y me imagine que habría leído en mi vida algo así como un millón de páginas. Una cifra absurda por indemostrable y por variable. Tendría que haber hecho el cálculo en palabras o caracteres pero me dio pereza. He leído mucho pero bastante menos de lo que me hubiera gustado. Hace tiempo que rehuyo entrar en las librerías porque acabo bordeando el ataque de ansiedad de ver tantos libros que me quiero comprar y leer y no puedo por falta de dinero para una cosa y tiempo para la otra. A veces pienso que no necesitaría nada más en la vida. Leer es un placer insuperable. Pero el mundo este nuestro es un asco y no hay placer inocuo.

Desde mi punto de vista, la lectura conduce al inconformismo. Lees "Los girasoles ciegos" y no puedes evitar mirar con recelo a los herederos de los vencedores y piensas: todavía no se ha hecho justicia. Lees "Noches blancas" y recuerdas los amores perdidos y sientes una añoranza inacabable que borra cualquier atisbo de felicidad presente. Lees "¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?" (a.k.a. "Blade runner") y te dan ganas de revelarte contra un futuro plástico y asfixiante. Lees "Moby Dick" y una fuerza oscura te impele a dejarlo todo y hacerte a la mar con un arpón en una mano y un kilo de biodraminas en la otra (es que me mareo).




Uno lee y se vuelve inconformista. Porque se conocen verdades ocultas, se atisban mundos mejores, se revoluciona la cabeza que para eso está llena de circunvoluciones. Supongo que esa es la razón por la que los temorosos del cambio mandaban quemar los libros. Por cierto que antes se quemaban en hogueras, hoy basta con ignorarlos enterrándolos entre montones de libros mediáticos y demás basura. Supongo que por eso también los quemaba Carvalho, el alter ego de Vázquez Montalbán, porque el inconformismo suele acabar en una melancolía inevitable. Uno se rebela contra lo que tiene y lo que es, aspiras a ser mejor, a cambiar tu mundo y el de los demás... pero pasan los años, te cansas de ser vapuleado por los molinos de viento, gigantes o lo que sean y de perseguir a una Dulcinea inexistente. Nada cambia y si cambia es poco y ese poco es tan insuficiente que podría ser declarado despreciable y como nada cambia, se despierta en tu interior una gran aversión por los sueños que antes tuvistes y maldices el día en que pensaste hacer la revolución o ser un escritor famoso y etcétera.

Yo he sentido toda mi vida la extraña sensación de estar fuera de lugar y de tiempo. Una sensación que caminaba a la par que mis compulsivas lecturas. Y no he sido consciente de ello, del mal que me hacía leer, hasta hace un par de semanas.

No hace mucho, conversaba con un amigo músico. Nos quejábamos amargamente de lo difícil que es llegar a algo en esto de la creación y el arte. Ambos estábamos conformes en que casi lo peor era el run run continuo en la cabeza de miles de proyectos e ideas agolpándose en la imaginación sabiendo que no llegarían a nada y si llegaban no pasarían de ser un simple archivo en el disco duro de nuestro ordenador. Una amiga, me dijo el músico, se toma unas pastillas de homeoterapia que le van de maravilla, dice que desde que las toma casi no se le ocurren ideas y está de lo más relajada. Me tienes que decir cómo se llama esa medicina, concluí.


No he llegado a tomarme las pastillas pero casi por esa época dejé de leer. No fue una decisión voluntaria, aquello cayó por su propio peso. Por las noches, derrengado al fin de una jornada infinita, me dejaba caer en el sofá y veía cualquier cosa por la tele. No diré que fui feliz pero fui consiguiendo el deseo que tanto anhelaba: mi cabeza cada vez hacía menos ruido. Apenas se me ocurrían ideas para cuentos o novelas y las que aparecían por mi cabeza era tan flojas que cambiando un par de veces de canal se desvanecían.

Ah, pero lector una vez lector toda la vida. Me llamo Federico Montalbán López y soy lector. Estuve cuatro meses y siete días sin leer pero he recaído. De eso hace dos semanas y ya habré leído ocho o nueve libros. Le robo tiempo al sueño y a mis hijos, tengo la casa hecha unos zorros, han regresado los insomnios, mi cabeza ha vuelto a ser invadida por ideas peregrinas que nunca llegarán a concretarse, el vacío en mi interior vuelve a crecer... pero no puedo evitarlo. Ayer me terminé "Firmin", hoy los "Girasoles ciegos" y mañana iré a la biblioteca de mi pueblo a sacar "El juguete rabioso" de Arlt y algo de Asimov.

Los libros deberían llevar un gran cartel que ocupara el 33% de la portada diciendo: la lectura te llevará al inconformismo, el inconformismo a los sueños y los sueños a la melancolía, joven padouan.

En todo caso, y ya para finalizar, no puedo dejar de decir que mi actitud es bastante patética. Soy como cualquiera de esos adultos estúpidos que, mientras absorben con evidente placer el humo de su cigarrillo, le hablan a Juan de los males del tabaco. No tengo credibilidad alguna.

miércoles, 16 de julio de 2008

En el dentista

Aprovechando que en el mismo sitio en el que debían vacunar hoy a Darío se ofrece salud budodental, pedimos cita para Juan. Recuerdo muy bien mi primera visita al dentista. Mi madre me aseguró que no me iba a pasar nada. Solo van a mirarte los diente, me aseguró. Y me quitaron dos muelas. Aquello me dejó marcado de por vida y a día de hoy un escalofrío me recorre el cuerpo cada vez que pienso en el dentista y sus consultas convertidas en tiendas de los horrores. Madres del mundo, no mintáis a vuestros hijos, que está muy mal.




En la consulta de salud bucodental nos hemos encontrado con una amiga (y lectora de este blog) que trabaja por allí y ha pasado con nosotros. Quien le ha explicado a la dentista el motivo de la visita he sido yo pero ella se ha estado dirigiendo todo el tiempo a mi amiga. Eh, que estoy aquí y soy el padre, quería gritar. Pero todavía me queda algo de educación y no lo he hecho. De todas formas estoy acostumbrado a episodios como ese.

Habitualmente soy yo quien llevo a los críos a la pediatra y otros médicos. Debo decir que suelo ser el único padre que está en la sala de espera. Bueno, cuando se trata de especialistas es normal que haya alguno que otro y en las visitas a las revisiones también hay padres pero siempre acompañando a la madre. Padres solos como yo, ninguno. Supongo que esto ha creado en la profesión médica el tic de dirigirse siempre a la mujer más cercana.

El colmo fue una vista al endocrino. El tipo nos acribilló a preguntas. Yo respondía y él preguntaba a Mercedes. Yo respondía y él preguntaba a Mercedes. Yo respondía y él preguntaba a Mercedes. Así un buen rato. Mercedes no abrió la boca en todo el tiempo pero el tipo no se dio cuenta de lo que estaba pasando.

Alguien podría pensar: ya está bien que sean los hombres los ignorados. Bueno, así como planteamiento general puedo estar de acuerdo pero en lo personal, me molesta, que queréis que os diga.

viernes, 11 de julio de 2008

Consuelo

Se había propagado el rumor (en realidad me habría gustado decir se ha propagado la especie, me encanta esa expresión, pero me parece algo repipi) de que a las víctimas de la penúltima patera iban a darles papeles. Quizás un gesto humanitario después del drama vivido. Pero acabo de escuchar en la radio a doña Rumí, no sé qué y no sé cuántos de inmigración del gobierno de España, diciendo que de eso nada de nada. La susodicha (en la foto de abajo con cara de no haber roto un plato en su vida) ha aclarado que no es la primera patera que llega a nuestras costas ni la primera desgracia que hemos visto. Bien dicho, señora, que si cunde el ejemplo las mujeres se subirían a las pateras cargadas de hijos que ir echando por la borda uno a uno hasta conseguir papeles en España.

Advertencia

Siempre hay un vecino que califica de normal al tipo que acaba de pasar a cuchillo a su mujer y sus hijos. Claro, porque es precisamente la gente normal la que hace esas cosas. Permaneced alerta.


martes, 8 de julio de 2008

Una dosis de mi propia medicina

Carlos González, el autor de "Bésame mucho" (un libro que todo hijo debería hacer leer a sus padres), habla de la hipocresía de ciertas enseñanzas que intentamos transmitir a los hijos. Como la generosidad. Si está tan bien ser generoso y es tan necesario, los adultos también deberíamos serlo. La idea la ilustra con la típica escena en el parque en la que un niño, por ejemplo, ve el juguete de una niña y lo quiere coger. La niña agarra con fuerza su posesión y la defiende ante el intruso. Entonces la mamá le suelta todo un rollo sobre lo necesario que es compartir y le obliga a dejar el juguete al niño entrometido. Si es tan bueno compartir, señora, viene a decir González, comparta usted las llaves de su coche con el primer extraño que se lo pida.



Leí el "Bésame mucho" durante las primeras noches que Juan durmió en casa. Me parecía una imprudencia por mi parte dormirme: ¡y si le pasaba algo durante la noche! Así que me dediqué a leer. Siempre que me ha tocado pasar por la escena del parque, he procurado mantenerme al margen lo que no ha impedido que le haya enseñado a Juan que compartir es bueno. Otra cosa es predicar con el ejemplo.

La otra noche cenábamos en el patio. A las nueve sigue haciendo calor, menos que a las dos del mediodía, pero calor. Lo que pasa es que nos da cierto apuro ecológico estar a esas horas con el aire acondicionado puesto, así que nos salimos al patio para sudar un poco menos que en la casa. Al terminar, me tomé de postre una horchata a la que, para mi gusto, le sobraban dos o tres grados centígrados, quizás cinco. Juan la vio y, como es un catacaldos, fue corriendo a pedirme. Es mía, le dije, tú toma tu cena que la horchata me la tomo yo. Entonces Juan me respondió cargado de razón: Hay que compartir. Con gesto avergonzado, le alcancé la botellita y él, satisfecho y orgullosos, le dio un buen trago.

miércoles, 2 de julio de 2008

Simone


Suelo enterarme de la muerte de personas más o menos relevantes a través de la radio. Recuerdo una mañana de verano despertando al lado de Mercedes y enterándonos de la muerte de Lady Di. Por aquel entonces no era muy normal despertarnos juntos, así que apenas pudimos dedicarle un par de segundos de atención a la noticia del año. Algún tiempo antes, murieron casi a la vez Pilar Miró y Michael Hutchence (líder y cantante de INXS) autoahorcado en una habitación de hotel. Aquello me pilló en los últimos coletazos de la adolescencia y lo pasé mal. También sentí mucho la muerte de Carlos Llamas. Yo soy muy de radio, muy de la SER (cada vez menos) y era mucho mucho de Carlos Llamas. Una pena.

Este mediodía, peleando con las comidas de los hijos, he escuchado que ha muerto Simone Ortega. Cuando me fui de casa de mamá, mi hermana Laura me regaló dos cosas: un vil despertador y el inigualable "1080 recetas de cocina" (la misma edición que aparece en la foto). El despertador lo tengo por ahí escondido y lo odio como a todos los de su especie. El libro, sin embargo, lo uso de forma muy habitual. Debo reconocer que ha sido desbancado por el "1069 recetas" de Karlos Arguiñano pero vuelvo a él de forma recurrente.



No sé cuántas recetas de Ortega he hecho, las 1080 no, pero muchas de ellas sí. Y son muy buenas. Es una pena morir pero a algunas personas les queda el consuelo de cierta inmortalidad. Por su parte, el libro sigue ahí: engrasado, arrugado y feliz de servir a su propósito.