Habitualmente, uno tiene un plan A y, si es previsor, tiene un plan B. Del que no se habla mucho es del plan C, que es ese plan que uno pergeña secretamente en su subconsciente, ese plan perfecto que no nos atrevemos a formular en voz alta porque sabemos que es casi imposible y no queremos que nos tomen por cándidos.
Mi moza se apuntó al CAP algunos meses antes del parto. Por un lado fue cosa de la necesidad y por otro porque es imposible prever el caos que se instala en una casa después de un parto, más si es el segundo. El CAP, por cierto, es el Curso de Adaptación Pedagógica, una especia de sacacuartos por el que tiene que pasar cualquiera que quiera opositar para ser profesor de secundaria. Con el vaso repleto de tareas y obligaciones faltaba el CAP. La gota que lo desborda todo. Es ella quien carga con el marrón de hacerlo pero en casos así, toda la familia se ve alterada. Hay que torear los nervios de la afectada, irnos de casa para dejarla estudiar y cosas así.
Para colmo, esta semana empezaba las prácticas, que consistían en dar seis clases de una asignatura que le tocó casi al azar en un instituto de formación profesional. Pero, claro, el pequeñín toma pecho y cuando le da hambre no hay quien lo distraiga ni lo conforme, salvo el pezón materno. Así que elaboramos el plan A: Ella entraría a dar clase mientras yo me quedaba fuera con la criatura. Si le daba hambre, yo llamaría educadamente a la puerta y diría: perdón, señora profesora, pero aquí su hijo dice que quiere teta. Entonces, o le daría el pecho en mitad de la clase o se saldría fuera, según el nivel de hormonas del alumnado.
El único problema del plan A era que uno de los días que tenía que dar clase era viernes que es justo cuando yo trabajo en turno de mañana (el resto de días lo hago por la tarde). Así que hicimos el plan B: llegaríamos un poco antes de la hora prevista, entraríamos en el Departamento de FOL y ella (aclaración innecesaria) le daría pecho a Darío y pena al profesor tutor del CAP. De esa manera, Mercedes confiaba en convencerlo para que le perdonara la clase de los viernes.
La escena conmovió tanto al tipo que fue el Plan C, ése que se guarda en secreto porque los deseos no se dicen en voz alta porque si no no se cumplen, el que se realizó. Mira, le dijo, si estás dando el pecho y tal... en esa situación no puedes dar clase... yo pensaba que le dabas biberón... yo tengo una nieta que vive en tal sitio y, sí, cuando le da hambre, igual, no hay quien la conforme... lo mejor sería que no vinieras a dar clase... Después llegaron a un acuerdo muy satisfactorio y nos marchamos de allí.
¿Lo tenías planeado? le pregunté ya en el coche. Hombre, me respondió, quería que me perdonara los viernes pero mira, nos ha salido bien la jugada. Vaya, corroboré. Di marcha atrás, me incorporé al tráfico y Darío nos dedicó una sonrisa cómplice.
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