En el último mes y pico he salido a una visita semanal al dentista. La última fue ayer, con ORC El devastador. Cada vez me cae mejor. Sigue con el grado justo de melanina en la piel y sin un pelo fuera de su sitio, todos bien disciplinados a base de gomina. Un día me vio con una bolsa de Historietas y desde entonces hablamos de tebeos cada vez que voy. Resulta que fue lector de Marvel en aquellos primeros tiempos de Vértice y Bruguera. Pero hizo algo imperdonable: se deshizo de su colección de tebeos. Niños y niñas, nunca hagáis algo así. Buscad un sitio alejado de la humedad y de la luz del sol, proteged cada ejemplar con una bolsita de plástico, ordenadlos según el criterio que creáis conveniente y guardadlos para toda la vida (y si es posible, releedlos de vez en cuando, que al precio que tienen hay que sacarles bien el pringue).
La visita más emocionante de las últimas cinco fue la primera, con El dueño del taladro. En esa visita me diría si el tornillo de titanio-pero-a-precio-de-oro había fracasado o no en su misión de implantar en el hueso de mi mandíbula. Mi particular Operación triunfo molar me tenía en vilo. La noche antes soñé que me encontraba con ORC El devastados en uno de esos escenarios oníricos que no se pueden identificar. Me decía que habían cambiado la empresa que les hacía las muelas y que, sintiéndolo mucho, la mía iba a ser amarilla. ¡¡¡¿¿¿AMARILLA???!!! le grité indignadísimo. De eso nada, con lo que me ha costado yo quiero una muela blanca y bien blanca. Como era un sueño, defendía mis derechos a capa y espada. De haber sido el mundo de la vigilia me hubiera limitado a sonreír forzadamente y a aceptar resignado la muela que me ofrecían.
A lo que iba. En esa visita con El dueño del taladro, me senté en esos sillones ergonómicos de los dentistas, hechos para distraerte de los instrumentos de tortura que pueblan toda la consulta y rogué porque todo saliera bien. Si os acordáis, había decidido dejar de fumar porque eso incrementaba el riesgo de fracaso en el implante. Tengo que decir que lo conseguí. Como no se trataba de dejarlo del todo sino temporalmente, me fumé uno por semana, más o menos. Mi parte estaba hecha, ahora solo faltaba que las células óseas hubieran hecho bien su trabajo asegurando el tornillo al resto del hueso.
El dueño del taladro empezó a trastear en mi boca y yo me sentí como en una de esas películas en las que el protagonista se despierta después de un accidente y, deslumbrado por la luz de la lámpara de quirófano, distingue las confusas siluetas de las médicas y los enfermeros, todos con sus mascarillas tan sospechosas. Sin saber por qué, me acordé del Cirujano general de los tebeos de Martha Washington:
Estaba tan nervioso como antes del examen práctico de Locomotor, el oral de Cirugía, la vez que le pregunté a Mercedes si quería ir a al cine a ver "Poderosa Afrodita" conmigo o cuando defendimos el proyecto de Los Rosales delante de la concejala del ramo. Por fin llegó el veredicto: Está todo bien. Suspiré aliviado. Solo hay un problema. Vaya, ya decía yo. Mi encía es muy alta, lo que obligó a El dueño del taladro a poner una base de palanca muy alta, lo que a su vez implica que toda la fuerza que recibe la muela se traslada a la base del tornillo, lo que a su vez supone que el riesgo de que el tornillo se afloje con el tiempo aumenta. La dicha nunca es completa en la casa de las clases medias. Maldita física de palancas.
En las siguientes visitas me tomaron medidas de la muela, me rompieron la encía un par de veces, me colocaron un tornillito de cicatrización y alguna que otra cosa más. En la penúltima de ellas fue cuando me colocaron mi estupendísima muela de porcelana. Mi conversión en hombre biónico había acabado. Ya estoy un poco más cerca de parecerme a Robocop o al mismísimo Darth Vader.
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