Cada miércoles un cuento en El Estafador

martes, 2 de diciembre de 2008

El día de mi liberación personal

En un arranque de optimismo injustificado, y sin saber lo que se me vendría encima, bauticé, hace unos años, el 1 de diciembre como El día de mi liberación personal.
Todo empezó ese mismo día de 1999. Por entonces ya vivíamos Mercedes y yo juntos, en un oscuro y antipático piso de alquiler. Yo trabajaba en una clínica veterinaria de Alhama y Mercedes en alguna otra, tal vez en la de Guardamar. Una clínica de nombre infame: Amigüitos. La diéresis está bien puesta. Éramos como dos vacas sin cencerro. No porque nos dedicáramos a vivir la vida loca, siempre hemos sido muy formales, sino porque nos encontrábamos muy a disgusto con lo que hacíamos, estábamos muy desorientados y no encontrábamos nuestro lugar en el establo, digo, en la sociedad.

Yo estaba en la casa de mi tía Maruja felicitando a mi primo Emilio por su cumpleaños. Entonces llegó Mercedes de una reunión en Casa Cuzco. Una ONG más infame si cabe que la clínica. Tenían problemas con la contraparte, la gente que estaba trabajando en Cuzco, y querían enviar a Mercedes allí a ver qué pasaba. Ella dudaba, parecía un plan loco. Yo me voy contigo, dije sin pensarlo dos veces mientras la cara de mi madre empalidecía por milisegundos.

No le dimos más vueltas y nos marchamos. La cosa no salió muy bien. Al parecer contaban con que les dijéramos que todo estaba en orden. Cuando les dijimos lo contrario hicieron oídos sordos y nos dejaron tirados en mitad de la capital del imperio incaico. Por suerte somos gente de recursos (y ahorros) y pudimos seguir dando tumbos de país en país durante unos meses. En ese ir y venir despreocupado fue cuando decidimos cambiar de vida, dejar las vacunas y el papel de regalo para perritos y dedicarnos a algo más útil. Por eso le puse un nombre tan rimbombante al 1 de diciembre.

Como el primer libro que me leí en Cuzco fue Moby Dick, celebro la fecha comprando una nueva edición de la novela. Lo hacía cada dos años (tampoco hay tantas ediciones) pero el año pasado fallé. Iba a hacerme con la edición de Akal pero treinta y tantos euros me hicieron desistir. Además, pensó mi parte nihilista, para qué están las tradiciones sino para romperlas.

Y ya que estoy voy a contaros una cosita del viaje a Cuzco. Cuando nos cansamos de hacer el paripé y comer pan dulce en una confitería regentada por huerfanitas, nos fuimos a hacer el Camino Inca. Tres noches y casi cuatro días de andar por alta montaña (más de 3000 metros de altura) hasta llegar a Machu Pichu. La mayoría de gente iba con porteadores pero nosotros nos negamos. Un poco de orgullo y un poco de complejo de clase. Mis cosas me las llevo yo. Un pensamiento loable pero no del todo positivo porque, al fin y al cabo, la gente de allí trabaja porteando y si todos fueran como nosotros las llevaban claras.

En el reparto de peso me tocó salir perdiendo: tuve que llevar la tienda de campaña y la mitad de la comida. Mercedes dice que esto es mentira, que ella llevaba casi toda la comida pero hacedme caso a mí, llevaba mucho más peso que ella.

Durante el camino conocimos mucho gente y vimos paisajes espectaculares. También aprendí que los incas mucho calendario solar, mucha piedra de doce ángulos pero para hacer caminos eran un poco brutos. Tíos, haced las cuestas en zig zag, que se hacen más llevaderas. Pero no, ellos todo recto. Os lo ilustro:


Al llegar a Machu Pichu, medio muerto, la magia del lugar me inundó y una mística cósmica se adueñó de mí. Vamonos ya, dijo Mercedes. ¡¿QUÉ?! Que nos vayamos ya, yo esto lo tengo muy visto. Era su tercera visita a Machu Pichu. Pero, Mercedes, como nos vamos a ir ya, con lo que nos ha costado llegar, y mira esa piedra, cuando le da el sol en el solsticio de... Sí, sí, lo que tú quieras, pero vamonos ya.

Seguí renegando y suplicando hasta que se hizo evidente que Machu Pichu se había acabado casi antes de empezar. De haberlo sabido hubiera dejado que llevara ella la tienda de campaña.

Por suerte, Aguascalientes, el pueblo en las faldas del monumento, era una maravilla. Era pequeño y solo se podía llegar por tren o por helicóptero. No había coches y el ambiente era muy relajado. Nos pasamos dos días en el balneario, de ahí el nombre, a la sombra de los Andes, escuchando a Manu Chao y bebiendo cerveza Cusqueña. Un buen final para una buena caminata.





2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es tu palabra contra la mía. Mantengo que tú llevabas la tienda y yo llevaba la comida y estoy por decir que el camping gas y el luming gas (por cierto, qué palabras más asquerosillas)

elhombreamadecasa dijo...

No le hagáis caso. Yo llevaba la tienda y la mitad de la comida. (Las otras dos cosas, lo reconozco, no sé quién las llevaba pero apuesto a que yo también.)