No conseguí explicar bien nuestra intención. Pretendíamos que la fiesta de cumpleaños fuera doble, por un lado para las criaturas indómitas y por otro para los sacrificados padres y madres. Para eso cambiamos el horario habitual de los cumples, y en vez de quedar por la tarde, quedamos por la mañana. Cuando los cumples son por la tarde, los adultos nos miramos desconcertados unos a otros porque no sabemos si es hora de merendar, de cenar o de qué y nos limitamos a comer con desgana. El año pasado ya celebramos el cumple de Darío por la mañana, rollo aperitivo y vermú. Este año queríamos hacer lo mismo pero creo que nos faltó dejarlo bien claro para que los adultos invitados vinieran con ganas de fiesta. Además, muchos dejaron a las criaturas y se fueron. No se les puede culpar.
Tal vez la idea de ponernos un poco piripis y descuidar a las criaturas sonaba algo arriesgada. Pero, demonios, un día es un día.
El domingo me levanté bien temprano. Revisé que las botellas de Martini estuvieran en buen estado, que la cantidad de cubitos fuera suficiente y repasé las recetas de los aperitivos. A las ocho de la mañana ya tenía encendidos varios fuegos, la campana extractora zumbaba a tope y varias manchas nuevas ensuciaban mi delantal.
En esas estaba cuando Darío apareció por la cocina pidiendo agua. Mi sentido arácnido de padre se puso a vibrar a lo loco.
Maldición, me dije, este niño está malo. Mercedes y yo cruzamos miradas de preocupación y decidimos hacernos los suecos. Le dimos una sobredosis de Dalsy y seguimos con los preparativos.
A las once en punto lo teníamos todo listo, más o menos, y empezaron a llegar los invitados. En mi opinión, más importante que la habilidad a la hora de cocinar o la calidad de los alimentos (dentro de unos límites) es la habilidad de acertar con lo que se prepara. Diría que no acerté plenamente en las tapas que elegí hacer. He tomado nota para el año que viene.
Faltaba poco para sacar la tarta de chuches cuando Darío se me acercó. Tengo que reconocer que es un profesional en eso de ponerse malo. Se vuelve ultramimosín, los ojos se le agrandan con un brillo especial y se acurruca entre tus brazos de manera infalible. Hubo que recurrir al Apiretal para llegar a la piñata.
Cuando los hijos se ponen malos, se me pone cara de boxeador noqueado. Miro desconcertado sin saber qué hacer. Y ayer, en concreto, me dieron unas ganas enormes de echarme a la cara a los malditos virus para poder darles un buen gancho de derechas y luego otro de izquierdas.
3 comentarios:
Pues sí, se tenían el gancho bien merecido.
Ponernos piripis... pareces una madre de los 80.
Mamareciente, pero como son tan pequeños (los virus), no hay quien les pueda dar su merecido.
Anónimo, es que las madres (como genérico) se ponen piripis, no como antes, que nos poníamos como piojos.
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