Cada miércoles un cuento en El Estafador

jueves, 10 de septiembre de 2009

Las increíbles aventuras del niño catódico. Hoy: El origen


Nota: Para proteger la identidad secreta de sus protagonistas, los nombres que aparecerán en esta historia serán ficticios ... nunca se sabe si hay algún supervillano leyendo elhombreamadecasa.com

Las cosas sucedieron de la siguiente manera:

Agosto llegaba a su fin y con él las vacaciones. Fede se sentó a la entrada de la casa y suspiró, cansado. El enésimo intento de tener un baño tranquilo en la piscina había fracasado. Para Juan y Darío bañarse consistía en ponerse al borde de la piscina, saltar con todas sus fuerzas, ser recogidos en pleno vuelo por su padre, atizarle alguna que otra patada con la emoción del salto, ser colocados en el borde de la piscina y vuelta a empezar. El papel de Mercedes tampoco era muy agradable. A pleno sol, debía vigilar que ninguno de los niños se resbalara y se rompiera la crisma. En todo caso, agosto llegaba a su fin y se acabarían los baños desquiciados. Ambos suspiraron aliviados.

Estaban pasando un par de días en Albacete antes de volver definitivamente a ese agujero negro llamado Espinardo. Los treinta y tantos grados centígrados alejaban Gijón en la memoria a pasos agigantados. Habían estado allí hacía apenas unas horas pero ya parecían años.

Fede acabó de liar el cigarrillo y aplastó el tabaco con una bala del 22. Con una de esas mataron a Kennedy, le dijo una vez su suegro. Dio una calada y pensó que se estaba fumando un cigarrillo macábramente pop.

Hora de comer. Mientras ponían la mesa, Juan se entretenía viendo El último superviviente, un programa de esos que si has visto dos, los has visto todos. En esta ocasión, el antiguo miembro de las fuerzas especiales británicas, Bear Grylls, estaba perdido en mitad de Alaska o del desierto de Nevada y estaba buscando un río porque si sigues un río llegas a la civilización. Juan es de hacer varias cosas a la vez. Mientras veía la tele, dibujaba. También es de no estar mucho tiempo en la misma postura ni en el mismo sitio. Cada vez que cambiaba de lugar, Juan giraba la tele para poder verla bien. La tele, por cierto, era una de esas grandes y con fondo, de las viejas. Tenía tanto fondo que no llegaba a aposentarse del todo en el mueble y un poco de ella sobresalía.

La comida en casa de sus suegros, obligaba a Fede a calcular calorías más de lo habitual. Esa mañana había corrido los cuarenta minutos de rigor, así que masticó el queso sin mucho remordimiento. Mientras decidía qué pimiento de padrón se llevaba a la boca, le gustaba acertar con los que picaban, notó algo raro en el rabillo del ojo. Miró un poco mejor y vio que Juan volvía a girar la tele. Pero algo no estaba bien. Primero notó una ligera inclinación en la tele que antes no estaba. Después notó una tensión en los brazos de su hijo distinta a la habitual. ¿Por qué sus músculos parecían hacer tanta fuerza? Cuando supo lo que estaba pasando y quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. La tele gigante estaba cayendo encima de Juan.

Mientras corría y gritaba ¡NOOOOOOOOOOOO! (¿demasiadas películas?) se lamentó de no tener la velocidad de Flash o la telequinesis de la malograda Jean Grey. También recordó una y mil veces lo que le decían de pequeño: Llevad cuidado con la tele, que si se cae explota. Es tremenda la cantidad de cosas (horribles) que la mente de un padre puede pensar viendo a su hijo en peligro.

Corrió todo lo que pudo pero no llegó a tiempo. A cámara lenta, cómo no, vio la tele caer encima de Juan. El niño hizo lo posible por sujetarla pero no fue suficiente. Los cables se desenchufaron bruscamente y alguna pieza metálica chocó contra el suelo haciendo un ruido que hizo que Mercedes creyera que la pantalla había explotado.

Cuando llegó a su lado, Juan todavía se esforzaba por quitarse la tele de encima. Fede la cogió y la volvió a colocar en su sitio. Efectivamente, pesaba. Mercedes recogió a Juan del suelo y lo protegió con un abrazo consolador. El niño lloraba cargado de razón pero ni se veían rostros desfigurados, ni manchas de sangre ni señales de huesos rotos. Nada había explotado. Darío empatizó con su hermano y también lloró. Los abuelos de Juan y su tío se arremolinaron alrededor suyo preguntándole cómo estaba. Por suerte, todos fueron lo suficientemente sensatos para no echarle la culpa de lo que había pasado. A veces, los adultos saben estar a la altura de las circunstancias.

Al cabo de unos minutos, pudieron hacer balance. La tele no se había roto porque cayó en blando, o sea, encima de Juan. Juan tampoco se había roto, un chichón por delante, otro por detrás y la cara magullada. Daba mucha pena verlo. El resto pasó lo que quedaba de día con temblor de piernas y un nudo en el estómago.

Parecía que la cosa no había pasado a mayores.

* * *

- Papá, quiero ver Bob Esponja -dijo Juan esa misma noche.

- Pero, Juan, es que los abuelos no tienen TDT en la parcela. Venga vamos a la cama.

- No, a la cama, no, es un rollo...

Después de un buen rato de discusión, Juan, Darío y Fede se fueron a la cama a dormir. Al padre todavía le temblaban las piernas. Darío repetía de vez en cuando que la tele se había caído encima de Juan. Juan, por su parte, parecía más tranquilo que nadie. Quizás notara algún temblor relajante en su interior. Quizás supiera que había pasado algo. Algo increíble. Al fin y al cabo, el suyo había sido uno de esos accidentes que dejan alguna que otra secuela.

Fede acabó de leer las seis páginas de rigor de cada noche y anunció que debían dormirse.

- Vaya, rollo -dijo Juan-. Yo voy a ver Bob Esponja.

- Bob Esponja -repitió Darío.

- Venga, Juan, cierra los ojos y duérmete.

Juan hizo caso a lo primero pero no a lo segundo. Cerró los ojos y decidió estrenar sus recién adquiridos poderes catódicos para proyectar en la cara interior de sus párpados un par de capítulos de Bob Esponja.


Continuará...

3 comentarios:

Inverosímil dijo...

Mi güeli también tenía una tele de culo gordo. Una vez tuve que moverla con mi padre porque no se veía bien y nos creíamos capaces de arreglarla.

Se nos cayó. En duro. Más concretamente en el pie de mi padre. Se descuajaringó toda la carcasa pero no explotó. Mi padre un poco. Tanto el pie de mi padre como la tele siguen funcionando.

elhombreamadecasa dijo...

Se ve que de pequeño me dijeron mucho eso de que las teles explotan si se caen. Cada vez que he tenido que mover una tele lo he hecho como si se tratara de una bomba con sensor de movimiento. Me di un susto de muerte cuando vi caer aquella tele encima de Juan.

Lulu dijo...

Jo! menudo susto, a mi se me para el corazón fijo!
A mi tambien me decian eso de que la tele explota y demas. En casa de mis abuelos habia una tele en un estado no-estable y siempre estaban con la misma cantinela, que digo yo si no hubiese sido mas facil poner la tele en un sitio menos peligroso para los niños y acabar con el soniquete, pero nooooooo, era otra epoca :))