El jueves me fui a la cama con la garganta convertida en papel de lija. Me desperté todavía peor. La garganta había sido sustituida por un campo de minas y el cuerpo se había pegado a la cama de una forma extraordinaria. Jugué a hacer combinaciones de 28+1 elementos tomados de dos en dos: Gripe M, Gripe W, Gripe H... (¿cuando llegue la gripe H, la anunciarán como una nueva hecatombre nuclear?). Conseguí despegarme de la cama. Dejé a Juan en el cole y a Darío con la nanny (Nanny es una palabra complicada. Por un lado tiene una sonoridad de lo más entrañable y a mí me recuerda a la serie de Los pequeñecos. Por el otro lado lo que tiene es un rollo elitista de lo más chungo. Es casi imposible decir "voy a dejar al niño con la nanny" sin sonar como un señoritingo.)
ssssssssssssssssssssssssssssssssssLa nanny de los pequeñecos no tenía cabeza.
Me fui al trabajo y tuve una reunión que no me apetecía, en la que tuve que escuchar cosas que no me apetecían y en la que tuve que decir cosas que no me apetecían. En resumen: una reunión poco apetecible. De hecho no tenía ganas de hablar, nada de nada, porque me dolía al hacerlo. Bebí tanta agua que interrumpía la reunión cada dos por tres para ir al excusado (esta palabra también tiene lo suyo).
En el café fui mendigando como un yonqui de barrio. Es duro de pedir pero más duro es de robar, dadme un paracetamol de 1 g. antes de que cometa una barbaridad.
Por la tarde habíamos quedado en el parque con un amigo de Juan con el que se ve muy poco pero que se quieren un montón. Como hacía mucho que no veía a la madre, tuvimos que contarnos muchas cosas. Cuando subimos al coche para volver a casa, mi garganta había sido ya arrasada por la Nada, la misma que de vez en cuando amenaza con liquidar Fantasía.
Juan y Darío empezaron a discutir y tuve que levantar la voz para tratar de imponer mi pobre autoridad. En vez de un grito me salió un gallo ridículo que les hizo mucha gracia. Al menos había conseguido que se dejaran de pelear para reírse de mí.
El caso es que estaba tan absorto en mis propios malestares que no me di cuenta de que no era el único enfermo. Maldito ombliguismo. Bañé a mis criaturas y les preparé la cena. Cuando fui a llamarlos, me encontré a Darío sentado en uno de los sillones del estudio. Quieto. Sin saltar, sin toquetear mis tebeos, sin chinchar a su hermano, sin pintar las paredes. Aquello no era nada bueno. De hecho, tenía más de 38º, el pobre.
Cuando vino su madre, intentamos darle un antipirético que, por supuesto, no toma voluntariamente. Así que tenemos que aplicar el protocolo que aprendimos en la carrera para administrar medicamentos a pequeños felinos. Pero igual que entra, sale. Y precisamente ese primer vómito del otoño es el hecho que da inicio a una nueva temporada de resfriados.
PD: Se me está poniendo voz a lo Barry White: