Cada miércoles un cuento en El Estafador

viernes, 31 de agosto de 2012

Últimas palabras de una condenada (o The House of the Rising Sun)


Hoy: cómo ir de cultureta snob cuando la única intención es poner una cancionzaca para alegrarnos el día.

(Nota: El texto que sigue está realizado con ideas y frases de “Vigilar y castigar” de Michel Foucault.)

El delito no se comete sólo contra la víctima, se comete también contra el poder reinante. Los antiguos príncipes sin límites lo veían claro y no tenían problema en descargar todo su poder contra los delincuentes en espectáculos públicos de taladramientos de lenguas, cortes de manos, desmembramientos varios, latigazos y un brutal etcétera. Durante siglos, los castigos eran infringidos en público para que el pueblo recibiera con claridad sangrienta el mensaje de quién mandaba.


(Ahora, el Príncipe ha sido sustituido por el concepto de Sociedad que, en este caso, actúa como testaferro, hombre de paja, máscara amistosa de la Dominación. Avanzar en este dirección nos llevaría a otras canciones distintas a la que motiva este post. En consecuenca, lo dejaremos estar.)

Este doble sentido del crimen explica, hasta cierto punto, la simpatía que muchos criminales despiertan. El odio hacia la tiranía, hacia los impuestos abusivos, hacia los abusos de todo tipo se convierten en solidaridad con el ladrón, con el vagabundo, con el asesino. Algunos transformaron esta solidaridad en una literatura del crimen en el que se le glorificó y se mostró como una de las bellas artes. Ahí están Baudelaire o Quincey.


En esta literatura, el criminal era un ser perverso, iluminado, hábil, inteligente y de buenas maneras. Nada que ver con el criminal procedente del pueblo. Para este quedó el género de “últimas palabras de un condenado”. En el cadalso, se permitía al ajusticiado decir sus últimas palabras. Se esperaba de él que reconociera el crimen y que pidiera perdón. De esa manera, se hacía verdad el dictamen de la justicia, se consentía el castigo y se daba ejemplo. Foucault cita el testimonio de Marion Le Goff, jefa de una banda en la Bretaña de mediados del siglo XVIII:

“Padres y madres que escucháis, vigilad y enseñad bien a vuestros hijos: yo fui en mi infancia embustera y holgazana, comencé por robar un cuchillito de seis ochavos... Después, robé a unos buhoneros, a unos tratantes de bueyes; finalmente fui jefe (sic) de una banda de ladrones, y por eso estoy aquí. Repetid esto a vuestros hijos y que al menos les sirva de ejemplo.”

Aquí llega la excusa para poner la canción. Estas palabras, que Foucault considera apócrifas, se parecen pasmosamente a esta estrofa que canta alguien en el momento de subir a un tren, rumbo a la cárcel y vistiendo “la bola y la cadena”:

Oh, mother tell your children
Not to do what I have done
Spend your lives in sin and Misery
In the House or the Rising Sun

(Más o menos: Madre, dile a tus hijos que no hagan lo que yo, desperdiciar vuestras vidas en pecado y miseria en la  Casa del Sol Naciente.) 


Se trata de “The House of the RisingSun”, una canción popular que narra las desventuras de una persona que acaba fatal en New Orleans, un estado de los USA con importante influencia francesa. De hecho, según Wikipedia, uno de los lugares que pudo haberla inspirado se llamaba “French Quarter”. Una cosa más: la canción puede interpretarse desde el punto de vista de un hombre o de una mujer (*).

Hay versiones para dar y regalar de “The House of the Rising Sun” pero ¿cómo no elegir la de The Animals?:




PD: Cata de lectura de “Vigilar, castigar”. Reconozco que inicié el libro con cierto temor. Pensaba que su lectura sería complicada y que solo conseguiría avanzar lentamente, leyendo y releyendo cada frase para poder entenderla. Puro prejuicio. Foucault escribe, a saber cómo lo consigue, con precisión mitad filosófica mitad cirujana. Explica sus ideas de forma insistente pero uno no se cansa de los ejemplos ilustrativos porque no hay redundancia. No olvida el medio, sabe que está escribiendo, que urge crear belleza combinando palabras y se entrega con cierta voluptuosidad a la tarea (así, el robo puede aparecer como “transferencia violenta de las propiedades”). Y, sí, a veces hay que detenerse, tomárselo con calma, volver atrás y leer con atención extra pero está bien, hace falta algo así de vez en cuando. Leer a Foucault está más cerca del eureka que de la identificación espontánea. Es decir, más cerca del “joder, eso estaba ahí enfrente todo este tiempo y no me había dado cuenta hasta ahora” que del “este tío sí sabe lo que dice (porque es lo mismo que pienso yo)”. Foucault te llena de argumentos y de evidencias. Algunas de ellas, hay que ser sinceros, molestan un poco, qué se le va a hacer. Y si todo esto no fuera suficiente,algo más: el respeto de Foucault por quien le lee es total, se nota en cada coma, en la decisión de explicarlo todo pero sin tomarnos por tontos.

Un párrafo para constatar todo lo anterior:

“Y esta gran redistribución de los ilegalismos se traducirá incluso por una especialización de los circuitos judiciales: para los ilegalismos de bienes -para el robo-, los tribunales ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de derecho -fraudes, evasiones fiscales, operaciones comerciales irregulares-, unas jurisdicciones especiales, con transacciones, componendas, multas atenuadas, etc.”

(*) El folclorista Alan Lomax desmonta estas interesantes coincidencias entre las últimas palabras de una bandolera francesa y los versos de una canción excepcional (tampoco se trataba de establecer una relación directa entre una y otra). Según Lomax la melodía es de origen inglés y la letra se debe a dos tipos de Ketucky (de nuevo, según Wikipedia). En todo caso, esto no cambia nada de lo dicho.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Me ha gustado la entrada, todo genial, y el blog entero, pero por favor, se escribe Foucault, no Foucalt!

elhombreamadecasa dijo...

Corregido, gracias por señalarlo.

mamanatas dijo...

Pues mira, me han dado ganas de leer a Foucault (he tenido que cerciorarme de que había puesto bien el nombre...)