(Viene del post anterior. Las citas de las que no se diga lo contrario corresponden a Manuscritos: Economía y filosofía, de Karl Marx.)
La enajenación de la persona / trabajador no sólo tiene
efectos inmediatos en lo que a la producción se refiere. No basta con
convertimos en parte de la oferta y la demanda, herramientas que hay que
atender sólo para que no dejen de funcionar y cuya tasa de renovación no hay
que perder de vista. La enajenación ofrece interesantísimas ventajas desde el
punto de vista de la dominación (para evitar confusiones: lo que sigue en este
párrafo es una reflexión mía, todo lo mía que puede ser una reflexión hecha al
tiempo que leía un texto de Tiqqun que en buena parte estaba inspirado en Foucault
y el biopoder que a su vez...). No hay arma de guerra más poderosa que la
persona, entiéndase de forma metafórica o literal, según el ánimo de cada cual.
La dominación exige el monopolio de la violencia. Mientras hace todo lo posible
por acaparar las justificaciones morales para su uso, se asegura de poseer la casi
totalidad de armas. La revolución solo puede contar con nuestros cuerpos y
nuestras almas (voluntad, presencia, poder...). Sin embargo, y para
nuestra desgracia, operada la enajenación, esto es, la separación de cuerpo y
alma, perdemos casi todo nuestro potencial. Ya no somos capaces de luchar, de
tomar lo que nos pertenece, apenas llegamos a acordarnos si hoy hemos tomado el
antidepresivo o no, a arrastrarnos de la cama al lavabo, del lavabo al coche,
del coche al lugar de trabajo o la oficina del INEM... Y siempre con la
escondida certeza de que la vida no es lo que estamos viviendo. Por eso, el
camino hacia el mundo nuevo se irá haciendo a base de reparaciones, de unir lo
que se ha separado, nuestros cuerpos y nuestras conciencias, los humanos y los
humanos, los humanos y la naturaleza.
Para que la sumisión fluya sin problemas, para que aceptemos
gustosos el hachazo que nos separa cuerpo y conciencia, debemos ser nosotros
quienes lo busquemos voluntariamente, quienes ofrezcamos nuestro costillar al
frío acero de la dominación. El proceso es relativamente simple, al menos a la
hora de formularlo. Primero se elaboran unos argumentos sencillos, iluminados
por ideas fuerzas, por eslóganes fáciles de retener: realización en el trabajo,
capital humano... Luego se lanzan a la población de forma amable y constructiva
de tal forma que los hagamos nuestros. Por último, se abre una cuenta en Suiza
para llenarla del dinero obtenido de la mercancía robada.
Veamos la idea de que el trabajo realiza. El colmo
de la felicidad es encontrar un trabajo que nos realice, que nos permita hacer
real nuestra condición de humanos. A veces, no queda más remedio que admirar la
efectividad de la dominación. Sin embargo, no hay realización posible. El
trabajo nos enajena, nos saca de nosotros mismos, y nos entrega a poderes
extraños y hostiles. Por lo tanto, cuanto más trabajemos, más enajenados
estaremos, más desrealizados, menos humanos.
«La enajenación del trabajador en su objeto se expresa, según las leyes económicas, de la siguiente forma: cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador; cuanto más rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más desespiritualizado y ligado a la naturaleza queda el trabajador».
La crisis puede verse como un accidente, algo que nos ha
caído encima como una montaña que se desploma sin que nadie haya podido
preverlo, o, como dirían los de Tiqqun, como una posibilidad incluida en los
distintos dispositivos que nos dominan. Efectivamente, la crisis es un momento
de oportunidad (tanto como una forma de gobernar). Pero no para que nos reinventemos y salgamos adelante. No. Es
una oportunidad, provocada, para que la dominación nos desgaje más todavía, nos
abra, un poco más, en canal, y nos hunda en el pozo sin fondo de la sumisión.
La crisis se traduce en paro, el paro en desesperación, la desesperación en la
necesidad imperiosa de conseguir trabajo, esa necesidad imperiosa en la
asunción de todos los argumentos de la dominación en relación al trabajo, es
decir, en nuestra identificación con mercancías, con cosas que se ponen y
quitan, que se compran y venden, siempre al mejor postor. «Tan pronto, pues,
como al capital se le ocurre -ocurrencia arbitraria o necesaria- dejar de
existir para el trabajador, deja éste de existir para sí: no tiene ningún trabajo,
por tanto, ningún salario, y dado que él no tiene existencia como hombre, sino
como trabajador, puede hacerse sepultar, dejarse morir de hambre, etc». Nuestra
esencia ha sido depositada en el trabajo de tal forma que cuando nos lo
arrebatan ya no sabemos qué somos. No solo perdemos la casa o la forma de
cuidar y alimentar a los nuestros, perdemos lo que habíamos considerado nuestra
esencia. Ahí están los suicidios para confirmar esta situación intolerable.
La crisis es la oportunidad creada por la dominación para
aclararnos que no debemos aspirar a ser más que simples piezas de sus máquinas
productoras de beneficios. El abismo del paro se nos pone delante para
recordarnos que vivimos solo porque somos necesarios para el capital.
Hay que trabajar, por cuenta propia o ajena, ya no importa. ¿Cómo
valorarías del 0 al 10 la siguiente afirmación: el trabajo es lo más importante
de la vida? pregunta la orientadora laboral de la fundación de un sindicato
mayoritario. Debemos seguir formándonos para convertirnos en una mercancía
atractiva para el explotador. Y corremos gustosos a hacerlo, esclavos ansiosos
de amo. «El trabajador tiene, sin embargo, la desgracia de ser un capital
viviente y, por tanto, menesteroso, que en el momento en que no trabaja pierde
sus intereses y con ello su existencia, su vida». Resulta que no podemos
vivir sin trabajar. Nos azuzan la fiera del paro y corremos como gallinas
aterradas para huir de ella. Gallinas que buscan que la zorra les proteja.
Y la zorra acepta protegernos del lobo del paro pero a
cambio de comerse uno de nuestras pechugas. El canibalismo del explotador se
formula en términos económicos. Se reduce la oferta de trabajo por lo que su
demanda se dispara. La mercancía trabajador debe mostrarse lustrosa, llena de
conocimientos y sumisiones (envíeme usted a Finlandia si hace falta, pero déme
trabajo, aunque sea un minijob, no me importa ser un minihumano), despojada de
toda veleidad en cuestión de derechos. Teniendo una demanda inmensa de empleo,
el explotador aprieta las tuercas de la mercancía humana, reduce salarios,
elimina derechos. ¿Hace falta ilustrar esto último con ejemplos actuales? Y,
mientras la zorra nos mastica la pechuga, debemos dar gracias, llorar por un
ojo, no por el dolor de ser devorados, sino por la suerte de ser devorados. Marx
cita al economista suizo Wilhem Schulz: «[los trabajadores] tienen que
considerar como una suerte la desgracia de haber encontrado tal trabajo».
Rabiosa actualidad la de esta cita porque ahora se escucha una y otra vez eso
de "y da gracias que tienes trabajo" (aunque sea una mierda, aunque
te exploten descaradamente, aunque te consuma la vida).
Marx no ahorra calificativos en contra del trabajo: «Que el
trabajo mismo, digo, es nocivo y funesto» o «Su carácter extraño se evidencia
claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o
de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste». Propone su
reducción al mínimo: «una jornada media de cinco horas [cálculo hecho en la
Francia de mediados del siglo XIX y sus correspondientes avances tecnológicos,
que ahora nos pueden parecer ridículos] para todos los capaces de trabajar
bastaría a la satisfacción de todos los intereses materiales de la sociedad...».
Cinco horas pero de un trabajo libre, que sí nos realice: «El objeto de trabajo
es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se
desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y
realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él».
El trabajo, situado en el centro de la dominación, debe ser
liquidado o, en el peor de los casos, cambiado radicalmente. No basta con
pequeñas reclamaciones ni con reformas que no vayan al meollo de la cuestión.
¿Qué porcentaje de la actividad sindical actual queda deslegitimada en la
siguiente afirmación: «Un alza forzada de los salarios [...] no sería, por
tanto, más que una mejor remuneración de los esclavos, y no conquistaría, ni
para el trabajador, ni para el trabajo su vocación y su dignidad humanas»? Los
sindicatos no necesitan ya a nadie para hundirse en la miseria, se apañan muy
bien ellos solitos, pero ya no es que su acción sea inútil es que incluso
cuando hablan de sus éxitos es más que probable que de lo que hablen sea de su exitosa colaboración en el mantenimiento de la dominación. Lo que debe ser barrido de la
faz de la tierra, del interior de nuestras cabezas, para siempre jamás es «el
derecho, aún generalmente reconocido, a una explotación incondicionada de los
pobres por los ricos» (Marx cita de nuevo al economista suizo Wilhem Schulz).
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