(Ver la aclaración previa en el post anterior.)
Hablar
de las élites que nos dominan no es adentrarse en el increíble mundo de
las conspiraciones, que más quisieran ellos. Mills, por ejemplo, afirma en El
poder de la élite (1959) que Estados Unidos está gobernado por una élite
constituida por los personajes más influyentes del mundo empresarial, del
gobierno y de las fuerzas armadas. El poder real vuelve a reírse de la idea de
democracia. Al tiempo que hay una representación pública del poder
(elecciones, gobiernos que cambian, votaciones en el congreso, blablabla) hay
un uso secreto del poder (posible gracias al primero, al representado).
Al ser un poder secreto, sus dueños no son responsables ante el pueblo, lo
ejercen, por tanto, de manera irresponsable. Hacen lo que les viene en gana sin
responder ante nadie.
El
Estado se arroga el monopolio de la violencia. Ese monopolio pretende
tener una doble vertiente: moral y material. Moral: solo el Estado puede
ejercer la violencia de forma justificada, si lo hace será por algo. Material:
las armas las tiene el Estado, no el pueblo. Aparecen al menos dos razones que
justifican esto. La primera es que al ser el dueño exclusivo de la violencia se
asegura que no queden cabos sueltos. Donde no llegue manipulándonos, llegará
aporreándonos. La segunda es que nos priva de la posibilidad del uso de la
violencia contra el Estado. Es decir, se protege a sí mismo. El debate sobre
los medios posibles para conseguir el fin de liquidar el Estado queda así
mutilado, limitado a lo teórico. Una cosa es desechar la violencia porque no
nos convenza como opción y otra es tener que renunciar de entrada a usarla
porque toda ella pertenece al Estado. (Rodrigo Mora: "[la violencia] lejos
de ser monopolio del Estado, es un atributo irrenunciable de la soberanía
popular".)
Volvamos
a lo de la mentira. Hannah Arendt: "las mentiras siempre han estado
consideradas como instrumentos necesarios y legítimos, no solamente del oficio
del político o del demagogo, sino también del hombre de Estado". El Estado
nos mantiene sumidos en una vida artificial, falsa, en la que pretende que
todos y cada uno de nuestros movimientos esté teledirigido. Vivimos en una
sociedad espectacular en la que se nos permite o bien ser simples espectadores
o simples actores (interpretando, no es matiz menor, el papel que otros
escriben para nosotros). Como espectadores (Debord), encendemos la tele y
vemos pasar la vida. De la misma manera que gritamos al árbitro que no pita a
nuestro favor, insultamos al político corrupto o recortador. Es la
representación de la parte pública, espectacular, del poder. Terminado el
partido, apuramos la cerveza y nos vamos a la cama porque mañana hay que volver
a empezar. La vida pasa sin rozarnos porque estamos fuera de ella. La otra
opción tiene que ver con nuestra condición de dominados, de seres tutelados
(Vaneigem). Queremos estudiar algo prestigioso y ganar dinero trabajando porque
es el papel que nos han escrito. Queremos brillar delante de las cámaras.
Queremos el Oscar al mejor ciudadano del año y nos esmeramos al máximo. Pienso
como me han enseñado a pensar, siento lo que me dicen que sienta, amo como se
ama en las películas, deseo lo que anuncian por la tele...
La
sociedad espectacular ha sido siempre muy cuidadosa de infiltrarse en las
alternativas revolucionarias. Tras décadas, siglos, de esfuerzo la mayoría
de expresiones contestatarias son puro circo. De la misma forma en que
antes se iba los domingos a la playa con la tortilla de patatas y la pelota,
ahora vamos a la manifestación de turno con nuestra pancarta Do It Yourself.
Interpretamos el papel de revolucionarios de fin de semana, charlamos con los
colegas y dejamos que salga la tensión acumulada. El Estado es una olla a
presión en la que nos cocemos lentamente y las manifestaciones (y otras
expresiones similares: ILPs, recogidas de firmas, huelguecitas...) son la válvula
por la que sale la presión acumulada asegurando que la olla no explote.
El escenario
por antonomasia del espectáculo estatal es el Congreso. Allí se sientan los
representantes del pueblo que son en realidad los representantes de sus
partidos políticos que son representantes del partido único de partidos
(Rodrigo Mora) que es representante de la voluntad de los poderosos que dominan
al Estado y al pueblo. No sabemos quiénes son, desconocemos la ley según la
cual se reparten los escaños, no sabemos a qué se dedican, ni cuánto ganan en
realidad (a nuestra costa). Tanto desconocimiento hace que la palabra
democracia sea un chiste sin gracia. El Congreso es la excusa para la
existencia de partidos políticos porque el paripé democrático exige que esté
lleno de representantes de los mismos. Y, al tiempo que es la excusa, es la
trampa en el que cae todo aquel que todavía piense que las cosas se pueden
cambiar desde dentro. No es descabellado que alguna alma de cántaro haya
llegado a las listas de algún partido por méritos, se haya presentado a
diputado para cambiar las cosas, haya conseguido su escaño y se haya perdido, para
siempre, en las arenas movedizas del Estado.
Los partidos
políticos son engendros dedicados a asegurarse su pienso y el de amigos y
familiares. Sus intereses no tienen nada que ver con el bien común y sí con el
interés particular. Especialmente miserables son los partidos de izquierdas
porque traicionan una y otra vez su discurso por la vía de los hechos. Esto es
tan evidente y frecuente que causa rubor tener que señalarlo. Aun así, la
mayoría parece no verlo o no querer verlo. Las evidencias no están de nuestro
lado. Su afán de poder y privilegios es tal que uno de sus empeños es controlar
el circo contestatario. Cuando no se ponen al frente de las
manifestaciones, intentan controlarlas desde la retaguardia (¿mareas?), siempre
con el objetivo de sacar rédito electoral. El historial del PSOE es tan
repugnante que no apetece repasarlo. El de IU también tiene lo suyo, a pesar de
sus escasísimas experiencias de gobierno (véase Andalucía en la actualidad). Y
si hablamos del PC pues ya podemos empezar a tirarnos de los pelos (acabaron
con la revolución del 36 y marranearon todo lo necesario en la transición solo
para asegurarse un sitio en el Congreso). El sentido contrario también
funciona. Son muchos los que tienen ambiciones personales pero las disimulan
cuando están en los movimientos sociales mientras miran de reojo a algún
partido (o sindicato) cercano. A la menor oportunidad, aprovechan y se
meten en el partido para medrar. Sería divertido ver dentro de algunos años
cuantas personas relacionadas con el 15M, la PAH o las mareas acaban en cargos
de partidos políticos.
En
el Congreso se puede ver escenificada otra mentira: la de la separación de
poderes. ¿Qué ley propuesta por un gobierno con mayoría absoluta se
cambiará en el congreso? Es más, teniendo en cuenta que el voto de los
diputados es ordenado por la dirección del partido, ¿qué sentido tiene el
congreso? En lo que llevamos de legislatura, el congreso no ha servido para
nada. Viendo, además, la manera de entrometerse del Ministro de Justicia en los
órganos de gobierno de los jueces o en la forma habitual de etiquetarlos en
progresistas (es decir, que deben favores al PSOE) o conservadores (los favores
los deben al PP), se llega a la convicción, o al menos a la duda, de que el
poder judicial tampoco es independiente de los otros.
La
forma que un Estado tiene de gobernarse son las leyes. Una cosa es tener
el poder y otra la capacidad de ejercerlo. Para poder hacerlo es por lo que se
promulgan leyes y se activa la maquinaria requerida para imponer su
cumplimiento. Mucho habría que decir pero apunto solo dos cuestiones. Las
leyes, a través de indicar las conductas positivas o permitidas y diseñar
siempre una relación de faltas/delitos, se basan en una de las formas más habituales
de modulación de la conducta y el pensamiento: el premio y el castigo.
Conviene tener en cuenta que se trata de un binomio inseparable: si hay premio,
hay castigo, y viceversa. Algunos pedagogos animan solo a que se premie,
dejando de lado el castigo, pero la ausencia de premio, especialmente cuando
otros se lo llevan ya es un castigo. En la actualidad es (prácticamente)
imposible educar sin recurrir al premio-castigo. Y cada vez queremos más. A
cada nuevo problema o escándalo se ofrece (y se pide) una única solución: más
leyes. Y aquí llega Tácito, historiador y cónsul romano, a poner los puntos
sobre las íes: "Cuanto más corrupta es una sociedad, más leyes promulga".
La otra cuestión relevante tiene que ver no ya con los inspiradores de las
leyes, aquellos que vigilan que siempre les favorezcan, sino con lo que las
redactan. Se trata de un cuerpo de funcionarios altamente especializados y
desconocidos (Rodrigo Mora) que manejan un lenguaje ajeno a la mayoría y
forman parte del estado independientemente del gobierno de turno, aparece así
una nueva élite (menor, eso sí) en nuestra historia. Una cosilla más: he
escrito que hay quien vigila para que las leyes siempre les favorezcan. Bueno,
no es del todo así. En realidad, les importa un comino lo que pongan las leyes
porque estas son para el pueblo dominado y no para los dominadores. Para ellos
está la impunidad, las apelaciones, las oportunas prescripciones y, como último
recurso, los indultos. Otro autor viejuno, Anacarsis, filósofo escita (s. VI
ac): "Las leyes son como las telarañas, ya que si algo indefenso e
insignificante cae en ellas, lo atrapan con fuerza, pero si algo grande cae en
ellas, rompe la trampa y escapa".
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