Cada miércoles un cuento en El Estafador

miércoles, 27 de marzo de 2013

Marx hoy. Tercera parte: Metamorfos


(Las imágenes que acompañan al texto son de la ilustradora Rosa Tortosa, podéis ver más en su blog: decalcomaniasycalcos)

Marx llega a afirmar que todas las relaciones de servidumbre surgen de la servidumbre en el trabajo y que la emancipación de la sociedad debe expresarse «en la forma política de la emancipación de los trabajadores». Y ahora es cuando toca hacerse preguntas. ¿No es esto colaborar con el discurso de la dominación? ¿La enajenación de la persona en el trabajo y su identificación plena como trabajador debe ser el punto de partida o debe ser simple y llanamente negada? ¿De verdad somos solo trabajadores, hemos perdido toda la esencia humana que nos era propia? ¿Liquidado el trabajo enajenado y enajenador, estaremos efectivamente emancipados? ¿Hay alguien ahí?


Para Marx, el hombre interesaba al capital solo en su condición de trabajador y a esa condición, pues, lo reducía. «No lo considera en sus momentos de descanso como hombre». El resto de aspectos de su vida eran colocados en dispositivos de control y represión: médicos, jueces, policía, curas... Pero si en 1848 el tiempo de ocio y descanso era dejado de lado por la dominación o solo controlado / reprimido, desde que acabara la Segunda Guerra Mundial, el ocio pasó a ser objetivo prioritario de la dominación, como campo de explotación económica y como campo de manipulación y sumisión. El tiempo libre del trabajador se abrió como una tierra virgen dispuesta a ser conquistada por el Imperio. Bien aprovechado, el ocio podía suponer la reintegración a los explotadores de los escuálidos salarios que destinaban a sus trabajadores. Además, era un tiempo ideal para llevar a cabo nuevos ajustes en la dominación. Mejor que empleemos el tiempo libre en un centro comercial que en una biblioteca, mejor que vayamos de compras a que follemos a lo loco, mejor que comamos en un restaurante de productos ecológicos y con denominación de origen a que nos emborrachemos con vino barato y nos coloquemos con cualquier droga ilegal. La Internacional Situacionista, que leyó mucho y bien al joven Marx, fue la responsable de descubrir la colonización de nuestro tiempo libre (y de lanzar el mayor desafío al que se ha enfrentado la dominación hasta ahora: No trabajes jamás). Y tanto lo fue que seguimos trabajando para la dominación durante nuestro tiempo de ocio también llamado, ay, tiempo libre. La aportación situacionista amplifica el debate y lo deja en disposición de profundizar en busca de nuevos resquicios.


Como las personas interesan en tanto en cuanto trabajadores, los que no lo son, no interesan. «En consecuencia, la Economía Política no conoce al trabajador parado, al hombre de trabajo, en la medida en la que se encuentra fuera de esa relación laboral. El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente son figuras que no existen para ella, sino solamente para otros ojos: para los ojos del médico, del juez, del sepulturero, del alguacil de pobres, etc; son fantasmas que quedan fuera de su reino...». Pero, como afirma la Sociedad para el Avance de la Ciencia Criminal (SASC) ya no se domina por exclusión sino por inclusión. Lo que no se introduce en la dominación como norma, se introduce como lo opuesto, como lo que no se debe ser. El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente  sí existen y se muestran sin cesar porque son útiles para la dominación. Su utilidad pasa por hacerlos visibles de forma permanente. Antes se colgaba en público al delincuente, ahora convertimos los números del paro en rostros, humanizamos las estadísticas, para así conocer aquellas personas a las que no nos queremos parecer. Reinvéntate todas las veces que haga falta, busca trabajo activamente, no seas nunca como el desahuciado, como el parado, como el ladrón de cobre.


Somos parte de la naturaleza y en ese ser somos alma y somos cuerpo. El cuerpo no puede ser visto como un simple recipiente de almas, un cascarón hueco (aunque sea eso lo que pretenda la dominación). Nuestra esencia no es solo el alma, lo es también el cuerpo. El cuerpo con sus magníficas limitaciones, sus destilados fluidos, con sus reveladores dolores y sus impulsos irrefrenables. Cuerpo en busca de alma como compañera de baile. Cuerpo que se resiste a ser sometido, que guarda el recuerdo primitivo de la libertad sin límites, que no acaba de agachar la cabeza y al que siempre le quedan dientes que apretar. Cabría, entonces, plantearse si la sensación de ausencia de nosotros mismos es una ausencia que sentimos en el cuerpo o una ausencia que siente el cuerpo. Podría ser tanto una experiencia corporal como la experiencia de los restos de conciencia, de alma, que no han conseguido robarnos. Y si damos por hecho que nos han robado el ama, ¿por qué habrían de respetar nuestros cuerpos?

Es para esto que existe el biopoder. «Tal es la política por venir de la dominación, la biopolítica: una política que gestiona los cuerpos como continentes de almas. Se trata de hacer que nos reduzcamos a aquello por lo que el poder nos sujeta. ¿Y qué hay más necesario, más inmediato, qué hay más inalienable que nuestro cuerpo?»  (Hombres-máquina: modo de empleo, Tiqqun). Nos arrebatan lo que tenemos de enajenable, nos colonizan lo que no. De entre todas las figuras que se encargaban de nuestro tiempo libre, o de los no-trabajadores, se alza el médico como nuevo y radiante empleado del mes de la dominación. El médico señala por doquier lo opuesto a la norma, enfermos en los que ver el reflejo indeseable, y hace que nos ocupemos tanto de nuestra salud, siempre con instrucciones dentro del estado actual de cosas, que no tendremos tiempo para ocuparnos de nada más. Podemos hacer planes para emanciparnos de dios, del patrón, del padre pero ¿quién puede independizarse del médico? El vínculo aspira a ser eterno (Tiqqun, de nuevo).


La dominación tiene una tarea ardua e interminable. Cuando cree que lo controla todo surgen nuevos problemas, dimensiones escurridizas de la esencia humana. La persona enajenada en la mercancía, manipulada en el tiempo libre, utilizada como ejemplo patológico... acaba convertida en un cuerpo hueco, vacío de presencia. Pero está por ver que la biopolítica pueda cumplir su misión. La idea de la persona enajenada en trabajador desarrollada por Marx fue ampliada en el espectador de Guy Debord y ahora se transmuta en el Bloom (Teoría del Bloom, Tiqqun). Bloom es un individuo anónimo, vacío. Y en su vacío está la clave porque de ahí puede oscilar a la completa sumisión o a toda clase de rebeliones. El Bloom puede fluir sin ruido entre los dispositivos de la dominación, sea el dispositivo trabajo o el dispositivo ocio, sea el dispositivo universidad o el dispositivo médico de cabecera. Y en ese fluir silencioso se vislumbran grietas, puntos de fuga, la posibilidad de convertirnos en una máquina de guerra: «Si lo pensamos con atención, comprenderemos que el objetivo de la biopolítica nunca ha sido otro: garantizar que jamás lleguen a constituirse mundos, técnicas, relatos compartidos o magias por cuyo medio la crisis de la presencia pueda superarse o asumirse, transformarse en centro de energía, en máquina de guerra» (Hombres-máquina: modo de empleo). Una máquina con alma, radicalmente distinta a la máquina servil y trabajadora que denunciaba Marx, máquina con voluntad, con conciencia, con criterios estéticos, con un cuerpo al que hacer gozar, dispuesta a liquidar todo aquello que la esclavizó. Romper las fronteras entre dispositivos, saltar de presencia en presencia, multiplicarnos, esquizofrénicos poderosos...


No hay razón alguna para seguir las normas. Ni para respetar el lenguaje o las herramientas de la dominación. Bien pensado, nada nos impide apropiarnos del discurso médico, darle la vuelta y dirigirlo contra el biopoder. Una vez que la célula se define siguiendo los dictados genéticos, se ocupa de su función (dar lugar a un pelo, por ejemplo) y se dispone a morir. Esa célula, con un par de retoques cromosómicos, puede ser reprogramada y volver a un estado primordial y, por tanto, pluripotencial, lista para convertirse en neurona, en músculo liso o en hepatocito. Si eso se puede hacer con una célula, ¿qué nos impide a nosotros, hechos de millones de ellas, reclamar la capacidad de ser lo que no dé la gana? Por mucho que nos enajenen, que nos bio-sometan, no podrán borrar de nuestros cuerpos y almas «el empuje revolucionario que arroja a la cara del adversario la insolente expresión: No soy nada pero debo serlo todo»  (Marx,Introducción para la crítica de la filosofía del derecho de Hegel)

martes, 26 de marzo de 2013

Marx hoy. Segunda parte: Dominación caníbal


(Viene del post anterior. Las citas de las que no se diga lo contrario corresponden a Manuscritos: Economía y filosofía, de Karl Marx.)


La enajenación de la persona / trabajador no sólo tiene efectos inmediatos en lo que a la producción se refiere. No basta con convertimos en parte de la oferta y la demanda, herramientas que hay que atender sólo para que no dejen de funcionar y cuya tasa de renovación no hay que perder de vista. La enajenación ofrece interesantísimas ventajas desde el punto de vista de la dominación (para evitar confusiones: lo que sigue en este párrafo es una reflexión mía, todo lo mía que puede ser una reflexión hecha al tiempo que leía un texto de Tiqqun que en buena parte estaba inspirado en Foucault y el biopoder que a su vez...). No hay arma de guerra más poderosa que la persona, entiéndase de forma metafórica o literal, según el ánimo de cada cual. La dominación exige el monopolio de la violencia. Mientras hace todo lo posible por acaparar las justificaciones morales para su uso, se asegura de poseer la casi totalidad de armas. La revolución solo puede contar con nuestros cuerpos y nuestras almas (voluntad, presencia, poder...). Sin embargo, y para nuestra desgracia, operada la enajenación, esto es, la separación de cuerpo y alma, perdemos casi todo nuestro potencial. Ya no somos capaces de luchar, de tomar lo que nos pertenece, apenas llegamos a acordarnos si hoy hemos tomado el antidepresivo o no, a arrastrarnos de la cama al lavabo, del lavabo al coche, del coche al lugar de trabajo o la oficina del INEM... Y siempre con la escondida certeza de que la vida no es lo que estamos viviendo. Por eso, el camino hacia el mundo nuevo se irá haciendo a base de reparaciones, de unir lo que se ha separado, nuestros cuerpos y nuestras conciencias, los humanos y los humanos, los humanos y la naturaleza.

Para que la sumisión fluya sin problemas, para que aceptemos gustosos el hachazo que nos separa cuerpo y conciencia, debemos ser nosotros quienes lo busquemos voluntariamente, quienes ofrezcamos nuestro costillar al frío acero de la dominación. El proceso es relativamente simple, al menos a la hora de formularlo. Primero se elaboran unos argumentos sencillos, iluminados por ideas fuerzas, por eslóganes fáciles de retener: realización en el trabajo, capital humano... Luego se lanzan a la población de forma amable y constructiva de tal forma que los hagamos nuestros. Por último, se abre una cuenta en Suiza para llenarla del dinero obtenido de la mercancía robada.


Veamos la idea de que el trabajo realiza. El colmo de la felicidad es encontrar un trabajo que nos realice, que nos permita hacer real nuestra condición de humanos. A veces, no queda más remedio que admirar la efectividad de la dominación. Sin embargo, no hay realización posible. El trabajo nos enajena, nos saca de nosotros mismos, y nos entrega a poderes extraños y hostiles. Por lo tanto, cuanto más trabajemos, más enajenados estaremos, más desrealizados, menos humanos. 

«La enajenación del trabajador en su objeto se expresa, según las leyes económicas, de la siguiente forma: cuanto más produce el trabajador, tanto menos ha de consumir; cuanto más valores crea, tanto más sin valor, tanto más indigno es él; cuanto más elaborado su producto, tanto más deforme el trabajador; cuanto más civilizado su objeto, tanto más bárbaro el trabajador; cuanto más rico espiritualmente se hace el trabajo, tanto más desespiritualizado y ligado a la naturaleza queda el trabajador».



La crisis puede verse como un accidente, algo que nos ha caído encima como una montaña que se desploma sin que nadie haya podido preverlo, o, como dirían los de Tiqqun, como una posibilidad incluida en los distintos dispositivos que nos dominan. Efectivamente, la crisis es un momento de oportunidad (tanto como una forma de gobernar). Pero no para que nos reinventemos y salgamos adelante. No. Es una oportunidad, provocada, para que la dominación nos desgaje más todavía, nos abra, un poco más, en canal, y nos hunda en el pozo sin fondo de la sumisión. La crisis se traduce en paro, el paro en desesperación, la desesperación en la necesidad imperiosa de conseguir trabajo, esa necesidad imperiosa en la asunción de todos los argumentos de la dominación en relación al trabajo, es decir, en nuestra identificación con mercancías, con cosas que se ponen y quitan, que se compran y venden, siempre al mejor postor. «Tan pronto, pues, como al capital se le ocurre -ocurrencia arbitraria o necesaria- dejar de existir para el trabajador, deja éste de existir para sí: no tiene ningún trabajo, por tanto, ningún salario, y dado que él no tiene existencia como hombre, sino como trabajador, puede hacerse sepultar, dejarse morir de hambre, etc». Nuestra esencia ha sido depositada en el trabajo de tal forma que cuando nos lo arrebatan ya no sabemos qué somos. No solo perdemos la casa o la forma de cuidar y alimentar a los nuestros, perdemos lo que habíamos considerado nuestra esencia. Ahí están los suicidios para confirmar esta situación intolerable.

La crisis es la oportunidad creada por la dominación para aclararnos que no debemos aspirar a ser más que simples piezas de sus máquinas productoras de beneficios. El abismo del paro se nos pone delante para recordarnos que vivimos solo porque somos necesarios para el capital.


Hay que trabajar, por cuenta propia o ajena, ya no importa. ¿Cómo valorarías del 0 al 10 la siguiente afirmación: el trabajo es lo más importante de la vida? pregunta la orientadora laboral de la fundación de un sindicato mayoritario. Debemos seguir formándonos para convertirnos en una mercancía atractiva para el explotador. Y corremos gustosos a hacerlo, esclavos ansiosos de amo. «El trabajador tiene, sin embargo, la desgracia de ser un capital viviente y, por tanto, menesteroso, que en el momento en que no trabaja pierde sus intereses y con ello su existencia, su vida». Resulta que no podemos vivir sin trabajar. Nos azuzan la fiera del paro y corremos como gallinas aterradas para huir de ella. Gallinas que buscan que la zorra les proteja.

Y la zorra acepta protegernos del lobo del paro pero a cambio de comerse uno de nuestras pechugas. El canibalismo del explotador se formula en términos económicos. Se reduce la oferta de trabajo por lo que su demanda se dispara. La mercancía trabajador debe mostrarse lustrosa, llena de conocimientos y sumisiones (envíeme usted a Finlandia si hace falta, pero déme trabajo, aunque sea un minijob, no me importa ser un minihumano), despojada de toda veleidad en cuestión de derechos. Teniendo una demanda inmensa de empleo, el explotador aprieta las tuercas de la mercancía humana, reduce salarios, elimina derechos. ¿Hace falta ilustrar esto último con ejemplos actuales? Y, mientras la zorra nos mastica la pechuga, debemos dar gracias, llorar por un ojo, no por el dolor de ser devorados, sino por la suerte de ser devorados. Marx cita al economista suizo Wilhem Schulz: «[los trabajadores] tienen que considerar como una suerte la desgracia de haber encontrado tal trabajo». Rabiosa actualidad la de esta cita porque ahora se escucha una y otra vez eso de "y da gracias que tienes trabajo" (aunque sea una mierda, aunque te exploten descaradamente, aunque te consuma la vida).

Marx no ahorra calificativos en contra del trabajo: «Que el trabajo mismo, digo, es nocivo y funesto» o «Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste». Propone su reducción al mínimo: «una jornada media de cinco horas [cálculo hecho en la Francia de mediados del siglo XIX y sus correspondientes avances tecnológicos, que ahora nos pueden parecer ridículos] para todos los capaces de trabajar bastaría a la satisfacción de todos los intereses materiales de la sociedad...». Cinco horas pero de un trabajo libre, que sí nos realice: «El objeto de trabajo es por eso la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino activa y realmente, y se contempla a sí mismo en un mundo creado por él».


El trabajo, situado en el centro de la dominación, debe ser liquidado o, en el peor de los casos, cambiado radicalmente. No basta con pequeñas reclamaciones ni con reformas que no vayan al meollo de la cuestión. ¿Qué porcentaje de la actividad sindical actual queda deslegitimada en la siguiente afirmación: «Un alza forzada de los salarios [...] no sería, por tanto, más que una mejor remuneración de los esclavos, y no conquistaría, ni para el trabajador, ni para el trabajo su vocación y su dignidad humanas»? Los sindicatos no necesitan ya a nadie para hundirse en la miseria, se apañan muy bien ellos solitos, pero ya no es que su acción sea inútil es que incluso cuando hablan de sus éxitos es más que probable que de lo que hablen sea de su exitosa colaboración en el mantenimiento de la dominación. Lo que debe ser barrido de la faz de la tierra, del interior de nuestras cabezas, para siempre jamás es «el derecho, aún generalmente reconocido, a una explotación incondicionada de los pobres por los ricos» (Marx cita de nuevo al economista suizo Wilhem Schulz).

sábado, 23 de marzo de 2013

Marx hoy. Primera parte: Mercancía humana


Tengo un amigo que trabaja en el CSIC, es filósofo. Lo vi hace poco, en una mani, of course, los nuevos centros móviles de ocio, y me contó que están organizando en Madrid un seminario sobre leer a Marx en el momento actual. Me muero de la envidia. Marx es un autor al que se le conoce, se le valora y se le cita habitualmente a partir de fuentes secundarios, de otros autores. Hace tiempo decidí acudir a las fuentes primarias y leerlo directamente. He optado por el joven Marx, bastante más chispeante que el Marx clásico. (Anda que no se nota que los amigos de la Internacional Situacionista lo leyeron y adoptaron muchos de sus recursos literarios, yo estoy en ello). Por todo eso me dio tanta envidia lo del seminario sobre Marx. Para consolarme, me animo a escribir lo que sigue.

Marx está en esa categoría de autores que tanto (o más) como lo que expone, interesa que sea ÉL quien lo exponga. Sus afirmaciones se entremezclan con su figura de tal forma que la idea es válida (o no) por estar dicha por ÉL. La idea es calificada sólo en función de quién la firma, sin necesidad de analizarla o criticarla. Me mola Marx, por lo que me mola todo lo que dice. Para que esta relación pueda ser siempre verdadera se exige forzar la interpretación de sus textos (o, si es necesario, obviarlos). Téngase en cuenta que en el caso de Marx la cosa va más allá de la simpatía o antipatía personal. Todo un tipo de Estado y Partido se construyó con el marxismo como excusa ideológica. No se podía permitir que el capitalismo de Estado se tambaleara por ideas mal entendidas de Marx. Así lo explica Daniel Guérin (en Marxismo y socialismo libertario):

«En cambio otros autores -de los cuales emana un tufillo stalinista- el “humanismo” de Marx sería mercancía adulterada. Sostienen que Marx habría renegado muy pronto de sus “errores” juveniles y que las obras de su madurez “no necesitan ser comentadas en relación con su evolución anterior”. El Marx de los años mozos no “veía con claridad dentro de sí mismo”, su pensamiento era todavía “indeciso” y “anticientífico”. Es verdad que ya se llamaba Marx, pero apenas estaba “en el camino del marxismo”».

De esta manera, no es ya que la figura del autor se imponga a su obra, es que tanto uno como otra deben ser vistos a partir de la interpretación correcta que sólo los marxistas de pura cepa están en disposición de hacer. Lo que dice Marx no es lo que dice Marx, es lo que ellos dicen que dice Marx.



Sería interesantes conocer el tipo de guarnición con la que los intelectuales orgánicos se comieron frases como la que compara a la burocracia con «una casta para la cual el mantenimiento de su régimen se convierte en una cuestión primordial» o aquellas en las que, hablando del gobierno de Napoleón III, habla del poder ejecutivo «con su  enorme organización burocrática y militar, con su artificiosa maquinaria estatal de múltiples capas [...] terrible organismo parasitario que se enrosca como una membrana reticular alrededor del cuerpo de la sociedad» (en este caso francesa pero el gentilicio podía cambiarse por otros sin mayor problema). Estas frases están incluidas en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, escrito en 1852, cuando Marx contaba 34 años y ya no era tan joven.

En el primer manuscrito de Manuscritos: Economía y Filosofía, Marx establece, denuncia, una asimilación de las personas que trabajan, o mejor: que deben trabajar, con la identidad de trabajador:

«Se comprende fácilmente que en la Economía Política, el proletariado, es decir, aquel que, desprovisto de capital y de rentas de la tierra, vive sólo de su trabajo, de un trabajo unilateral y abstracto, es considerado únicamente como obrero».

En el caso del trabajador todo lo que se diga de él en tanto en cuanto trabajador, será válido de él en tanto en cuanto persona. Una terrible sustitución de términos.


La naturaleza, de la que formamos parte, es «el cuerpo inorgánico de las personas». Dependemos de ella, la reclamamos, para que nos proporcione los medios necesarios para subsistir. De la misma manera, la necesitamos como «materia, objeto e instrumento de nuestra actividad»(*).  Es esta actividad una pieza clave en nuestra diferencia con los animales porque las personas hacemos de ella el objeto de nuestra «voluntad y conciencia». Sabemos lo que hacemos y para qué lo hacemos. Construimos lo que nos es preciso y aquello que deseamos. Producimos, creamos, en función de criterios que van más allá de la supervivencia, nos dejamos guiar por «criterios estéticos», por la «belleza».

Pero donde el conejo construye una madriguera que pasa a ser su posesión, una extensión de sí mismo, el lugar donde descansar y protegerse, las personas trabajamos produciendo cosas que nos son arrebatadas. El obrero que teje lana (imagen de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, actualizada en la mujer, o niño, que pasa media vida encerrada en una maquila), es desposeído de su creación, el jersey se convierte en una mercancía que se le arrebata y se pone fuera de su alcance. Horas al día tejiendo para después tener que vestirse con harapos y pasar frío. El vínculo con la naturaleza, con nuestra conciencia y voluntad se ha roto. Nos lo han roto.


La persona aspira a que su creación sea el reflejo de sí misma, pone una parte de lo que es en el objeto. Objeto que, una vez hecho, le es arrebatado produciéndose la enajenación del trabajador en la mercancía. No es, ni somos, libre en su relación con el trabajo: debe someterse a él (para ganar el sustento) y debe trabajar según lo que le ordenen: cómo, cuánto, dónde. «El trabajo es vida y si la vida no se entrega  cada día a cambio de alimentos, sufre y no tarda en perecer. Para que la vida del hombre sea una mercancía hay que admitir, pues, la esclavitud» (**) . El trabajador se enajena en el trabajo, pierde lo que produce y hasta se pierde a sí mismo. La pérdida es tan esencial que afecta a su vida por completo: «El trabajo enajenado por tanto [...] hace extraños al hombre su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia espiritual, su esencia humana». Al perder nuestra esencia (en la oficina, en la cadena de montaje, en el mostrador de la tienda...), el «ser genérico del hombre», nos convertimos en extraños a nosotros mismos, vamos a todas partes con la inquietante sensación de albergar dentro de nosotros a un extraño (o a un vacío amorfo que nos desorienta continuamente el centro de gravedad por lo que nos es tan difícil erguirnos).

Siglos de enajenación pueden haber convertido a la presencia de ese extraño en una infelicidad difusa, a veces depresión, a veces ansiedad, casi siempre medicada. Si somos extraños para nosotros mismos, si nuestra auto-relación se ha vuelto imposible, peor le va a nuestra relación con los demás. Perdida la esencia, es imposible establecer relaciones humanas con quienes nos rodean, sean los capitalistas que nos roban lo que hemos producido o sean compañeros de trabajo. Estas relaciones estarán, por tanto, igualmente enajenadas. Por eso es tan complicado establecer la oportuna enemistad que merece el explotador o el cariño y solidaridad que merece el compañero.


La persona, en un cruel efecto reflexivo, ha quedado reducida a una mercancía más. Y como tal mercancía está sujeta a las leyes que la rigen: «Los grandes talleres compran preferentemente el trabajo de mujeres y niños porque éste cuesta menos que el de los hombres» (como bien saben Nike o Inditex).

Hasta aquí se ha hecho un resumen del razonamiento del jovencito Marx y, como todo resumen, puede parecer parcial o incompleto. En todo caso, él mismo afirma: «Con la misma Economía Política, con sus mismas palabras, hemos demostrado que el trabajador queda rebajado a mercancía, a la más miserable de todas las mercancías...». La cuestión puede matizarse, y se hará, pero es tan evidente que cuando alguien nos pregunta qué somos, espera que le respondamos en qué trabajamos (o en tiempos de crisis, qué hemos estudiado para poder trabajar).

*  *  *

Y en el próximo capítulo:

No hay arma de guerra más poderosa que la persona, entiéndase de forma metafórica o literal, según el ánimo de cada cual.

«La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas».

Tenemos que «considerar como una suerte la desgracia de haber encontrado tal trabajo».
  



(*) No debería desprenderse de esa afirmación de Marx la idea de que la naturaleza está a nuestro servicio. Él mismo afirma que el «el hombre es una parte de la naturaleza». Y en el tercer manuscrito: «La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza»

(**) La traducción de los manuscritos, llenos de citas y notas sin desarrollar, se hace tan compleja que hay frases que no quedan claro, al menos para mí, si son de Marx o si son citas. Esta en concreto va acompañada de la siguiente aclaración entre paréntesis: «pags, 49-50 l.c.».

lunes, 18 de marzo de 2013

Apuntes contra el Estado (II)


(Ver la aclaración previa en el post anterior.)

Hablar de las élites que nos dominan no es adentrarse en el increíble mundo de las conspiraciones, que más quisieran ellos. Mills, por ejemplo, afirma en El poder de la élite (1959) que Estados Unidos está gobernado por una élite constituida por los personajes más influyentes del mundo empresarial, del gobierno y de las fuerzas armadas. El poder real vuelve a reírse de la idea de democracia. Al tiempo que hay una representación pública del poder (elecciones, gobiernos que cambian, votaciones en el congreso, blablabla) hay un uso secreto del poder (posible gracias al primero, al representado). Al ser un poder secreto, sus dueños no son responsables ante el pueblo, lo ejercen, por tanto, de manera irresponsable. Hacen lo que les viene en gana sin responder ante nadie.


El Estado se arroga el monopolio de la violencia. Ese monopolio pretende tener una doble vertiente: moral y material. Moral: solo el Estado puede ejercer la violencia de forma justificada, si lo hace será por algo. Material: las armas las tiene el Estado, no el pueblo. Aparecen al menos dos razones que justifican esto. La primera es que al ser el dueño exclusivo de la violencia se asegura que no queden cabos sueltos. Donde no llegue manipulándonos, llegará aporreándonos. La segunda es que nos priva de la posibilidad del uso de la violencia contra el Estado. Es decir, se protege a sí mismo. El debate sobre los medios posibles para conseguir el fin de liquidar el Estado queda así mutilado, limitado a lo teórico. Una cosa es desechar la violencia porque no nos convenza como opción y otra es tener que renunciar de entrada a usarla porque toda ella pertenece al Estado. (Rodrigo Mora: "[la violencia] lejos de ser monopolio del Estado, es un atributo irrenunciable de la soberanía popular".)


Volvamos a lo de la mentira. Hannah Arendt: "las mentiras siempre han estado consideradas como instrumentos necesarios y legítimos, no solamente del oficio del político o del demagogo, sino también del hombre de Estado". El Estado nos mantiene sumidos en una vida artificial, falsa, en la que pretende que todos y cada uno de nuestros movimientos esté teledirigido. Vivimos en una sociedad espectacular en la que se nos permite o bien ser simples espectadores o simples actores (interpretando, no es matiz menor, el papel que otros escriben para nosotros). Como espectadores (Debord), encendemos la tele y vemos pasar la vida. De la misma manera que gritamos al árbitro que no pita a nuestro favor, insultamos al político corrupto o recortador. Es la representación de la parte pública, espectacular, del poder. Terminado el partido, apuramos la cerveza y nos vamos a la cama porque mañana hay que volver a empezar. La vida pasa sin rozarnos porque estamos fuera de ella. La otra opción tiene que ver con nuestra condición de dominados, de seres tutelados (Vaneigem). Queremos estudiar algo prestigioso y ganar dinero trabajando porque es el papel que nos han escrito. Queremos brillar delante de las cámaras. Queremos el Oscar al mejor ciudadano del año y nos esmeramos al máximo. Pienso como me han enseñado a pensar, siento lo que me dicen que sienta, amo como se ama en las películas, deseo lo que anuncian por la tele...


La sociedad espectacular ha sido siempre muy cuidadosa de infiltrarse en las alternativas revolucionarias. Tras décadas, siglos, de esfuerzo la mayoría de expresiones contestatarias son puro circo. De la misma forma en que antes se iba los domingos a la playa con la tortilla de patatas y la pelota, ahora vamos a la manifestación de turno con nuestra pancarta Do It Yourself. Interpretamos el papel de revolucionarios de fin de semana, charlamos con los colegas y dejamos que salga la tensión acumulada. El Estado es una olla a presión en la que nos cocemos lentamente y las manifestaciones (y otras expresiones similares: ILPs, recogidas de firmas, huelguecitas...) son la válvula por la que sale la presión acumulada asegurando que la olla no explote.


El escenario por antonomasia del espectáculo estatal es el Congreso. Allí se sientan los representantes del pueblo que son en realidad los representantes de sus partidos políticos que son representantes del partido único de partidos (Rodrigo Mora) que es representante de la voluntad de los poderosos que dominan al Estado y al pueblo. No sabemos quiénes son, desconocemos la ley según la cual se reparten los escaños, no sabemos a qué se dedican, ni cuánto ganan en realidad (a nuestra costa). Tanto desconocimiento hace que la palabra democracia sea un chiste sin gracia. El Congreso es la excusa para la existencia de partidos políticos porque el paripé democrático exige que esté lleno de representantes de los mismos. Y, al tiempo que es la excusa, es la trampa en el que cae todo aquel que todavía piense que las cosas se pueden cambiar desde dentro. No es descabellado que alguna alma de cántaro haya llegado a las listas de algún partido por méritos, se haya presentado a diputado para cambiar las cosas, haya conseguido su escaño y se haya perdido, para siempre, en las arenas movedizas del Estado.


Los partidos políticos son engendros dedicados a asegurarse su pienso y el de amigos y familiares. Sus intereses no tienen nada que ver con el bien común y sí con el interés particular. Especialmente miserables son los partidos de izquierdas porque traicionan una y otra vez su discurso por la vía de los hechos. Esto es tan evidente y frecuente que causa rubor tener que señalarlo. Aun así, la mayoría parece no verlo o no querer verlo. Las evidencias no están de nuestro lado. Su afán de poder y privilegios es tal que uno de sus empeños es controlar el circo contestatario. Cuando no se ponen al frente de las manifestaciones, intentan controlarlas desde la retaguardia (¿mareas?), siempre con el objetivo de sacar rédito electoral. El historial del PSOE es tan repugnante que no apetece repasarlo. El de IU también tiene lo suyo, a pesar de sus escasísimas experiencias de gobierno (véase Andalucía en la actualidad). Y si hablamos del PC pues ya podemos empezar a tirarnos de los pelos (acabaron con la revolución del 36 y marranearon todo lo necesario en la transición solo para asegurarse un sitio en el Congreso). El sentido contrario también funciona. Son muchos los que tienen ambiciones personales pero las disimulan cuando están en los movimientos sociales mientras miran de reojo a algún partido (o sindicato) cercano. A la menor oportunidad, aprovechan y se meten en el partido para medrar. Sería divertido ver dentro de algunos años cuantas personas relacionadas con el 15M, la PAH o las mareas acaban en cargos de partidos políticos.


En el Congreso se puede ver escenificada otra mentira: la de la separación de poderes. ¿Qué ley propuesta por un gobierno con mayoría absoluta se cambiará en el congreso? Es más, teniendo en cuenta que el voto de los diputados es ordenado por la dirección del partido, ¿qué sentido tiene el congreso? En lo que llevamos de legislatura, el congreso no ha servido para nada. Viendo, además, la manera de entrometerse del Ministro de Justicia en los órganos de gobierno de los jueces o en la forma habitual de etiquetarlos en progresistas (es decir, que deben favores al PSOE) o conservadores (los favores los deben al PP), se llega a la convicción, o al menos a la duda, de que el poder judicial tampoco es independiente de los otros.

La forma que un Estado tiene de gobernarse son las leyes. Una cosa es tener el poder y otra la capacidad de ejercerlo. Para poder hacerlo es por lo que se promulgan leyes y se activa la maquinaria requerida para imponer su cumplimiento. Mucho habría que decir pero apunto solo dos cuestiones. Las leyes, a través de indicar las conductas positivas o permitidas y diseñar siempre una relación de faltas/delitos, se basan en una de las formas más habituales de modulación de la conducta y el pensamiento: el premio y el castigo. Conviene tener en cuenta que se trata de un binomio inseparable: si hay premio, hay castigo, y viceversa. Algunos pedagogos animan solo a que se premie, dejando de lado el castigo, pero la ausencia de premio, especialmente cuando otros se lo llevan ya es un castigo. En la actualidad es (prácticamente) imposible educar sin recurrir al premio-castigo. Y cada vez queremos más. A cada nuevo problema o escándalo se ofrece (y se pide) una única solución: más leyes. Y aquí llega Tácito, historiador y cónsul romano, a poner los puntos sobre las íes: "Cuanto más corrupta es una sociedad, más leyes promulga". La otra cuestión relevante tiene que ver no ya con los inspiradores de las leyes, aquellos que vigilan que siempre les favorezcan, sino con lo que las redactan. Se trata de un cuerpo de funcionarios altamente especializados y desconocidos (Rodrigo Mora) que manejan un lenguaje ajeno a la mayoría y forman parte del estado independientemente del gobierno de turno, aparece así una nueva élite (menor, eso sí) en nuestra historia. Una cosilla más: he escrito que hay quien vigila para que las leyes siempre les favorezcan. Bueno, no es del todo así. En realidad, les importa un comino lo que pongan las leyes porque estas son para el pueblo dominado y no para los dominadores. Para ellos está la impunidad, las apelaciones, las oportunas prescripciones y, como último recurso, los indultos. Otro autor viejuno, Anacarsis, filósofo escita (s. VI ac): "Las leyes son como las telarañas, ya que si algo indefenso e insignificante cae en ellas, lo atrapan con fuerza, pero si algo grande cae en ellas, rompe la trampa y escapa".


viernes, 15 de marzo de 2013

Apuntes contra el Estado (I)

Estamos poniendo en marcha un grupo de pensamiento (o como se llame) para reflexionar sobre la dominación y las posibilidades de salida desde una perspectiva libertaria. Se trata, entre otras cosas, de cuestionar las alternativas que se ofrecen en la actualidad, que se pueden resumir en su totalidad en más de lo mismo. El tema con el que hemos empezado es el Estado. Comparto a continuación las notas que estoy tomando para aportarlas al debate. Como tales notan deben leerse, asumiendo que habrá ideas poco desarrolladas e incluso contradictorias. Lo que sigue está basado en la idea marxista-situacionista de que las armas de la crítica exigen primero la crítica de las armas y en una necesidad, muy subjetiva, de radicalizar (coherentemente) el discurso. Ahí van:


Marx: "...el Estado enmaraña, controla, regula, vigila y tutela a la sociedad civil, desde sus manifestaciones de vida más vastas hasta sus movimientos más insignificantes, desde sus formas de vida más generales hasta la existencia privada de los individuos..."


Una idea central es amos sin esclavos. Ahora vivimos en una situación de amos con esclavos (pocos amos, muchos esclavos). La condición de esclavo es miserable pero no hay que envidiar la de amo (Camus: "...el destino de los amos consiste en vivir eternamente insatisfechos o ser asesinados."). Y no solo porque aspirar a ser amo con esclavos es legitimar a los que hay ahora. Los amos, al exigir la existencia de esclavos, y necesitarla, se degradan de manera intensa, se reducen a subhumanos. Su degradación es mayor que la de los esclavos. El Estado es la base actual de esta situación de amos con esclavos.


El Estado tiene como principal objetivo no solo su autopermanencia sino la satisfacción de los deseos y ambiciones de los pocos que lo dominan. (Y habría que pensar con atención si los que lo dominan forman parte de cada Estado o si son una congregación supraestatal. Estado y nación están identificados en la actualidad, cada uno de ellos tiene a sus poderosos pero las decisiones que estos toman son menores ya que la mayoría de ellas viene impuesta por una elite desconocida, hombres detrás de las cortinas. Aunque, eso sí, cada elite local sabe adaptarse a esas decisiones supraestatales para sacar provecho). Para justificar la existencia del Estado y del gobierno que, temporalmente, atiende sus requerimientos, idearon el concepto de cesión de poder y consentimiento. Esto es, las personas que habitamos cada Estado cedemos voluntariamente el poder a los gobernantes y consentimos que tomen decisiones por el bien común (risas). Para asegurarse esta situación ideal, nos han ido manipulando durante siglos para asegurarse que nuestra elección libre siga siendo ceder el poder y consentir ser gobernados. De esta manera, nuestra vida es mentira (Nietzsche: "Pero el Estado miente en todas las lenguas del bien y del mal; y diga lo que diga, miente; y posea lo que posea, lo ha robado".)


Para asegurarse nuestro consentimiento, el Estado se muestra como la única opción para que nuestras vidas sean seguras y confortables. Los principales defensores del Estado somos nosotras mismas. Nos hemos creído la idea de ciudadanía y todo lo que conlleva. Así, defendemos el civismo (no manchamos, no rompemos, no levantamos la voz), exigimos derechos y reconocemos obligaciones (los primeros son papel mojado, los segundos, losas al cuello), identificamos democracia con votos, engordamos tiranos... Somos la policía más eficaz. Marcuse tiene algo que decir a los ciudadanos, a los cívicos: La ley y el orden son siempre y en todas partes la ley y el orden que protegen la jerarquía establecida".


La manipulación que perpetúa el consentimiento es ubicua: educación, familia, medios de comunicación, trabajo... Pero incluso siendo libre, no dejaría de ser incomprensible. ¿Cómo es posible que alguien acepte delegar en otros las decisiones que condicionan su vida? Ni siquiera las supuestas necesidades de eficacia lo justifican. Ni el miedo a la guerra de todos contra todos de la que habla Hobbes. Es él el que escribe de la cesión de poder en los siguientes términos: "autorizo y otorgo mi derecho de gobernarme a este hombre o a esta asamblea de hombres con la condición renunciar a mi derecho y a autorizar de la misma manera sus acciones". Es interesante la verdad implícita en esa frase: nuestro derecho a gobernarnos a nosotros mismos. Sabiduría infantil: Tú no mandas en mí.


Como el Estado es la única opción posible y todas queremos ser buenas ciudadanas, no se cuestiona y, como mucho, se plantean pequeñas mejoras / reformas. La gran mayoría de la gente que ahora sale a la calle lo hace en este sentido. Desaprueban este gobierno pero no al gobierno, no son conscientes, en palabras de Gramsci, de que les interesaría el derrocamiento de la dominación capitalista. La marea blanca defiende una sanidad en la que el Estado se limita a mediar entre nuestra salud y los intereses de las farmacéuticas y demás. La marea verde quiere recuperar los derechos perdidos (y no perder más) para poder seguir educando en la sumisión. Los mineros quieren que el Estado siga subvencionando a sus jefes para que ellos puedan cobrar. La PAH no deja de pedir y pedir a los diputados que sean buenos (señora zorra, está bien, cómase a las gallinas pero hágalo con cuidado)... Las cuestiones de fondo quedan incólumes. Son invisibles.


Otra idea que justifica al Estado es el binomio pastor-rebaño. El pastor (Estado-gobierno) está aquí para cuidarnos a nosotras (rebaño), todo lo que hace es por nuestro bien, su máxima preocupación es nuestra felicidad (claro que él, cuando quiere decir felicidad le sale docilidad). Dejando a un lado las connotaciones religiosas de esta justificación del Estado, hay que ponerla en cuestión por varias razones. El Estado como pastor y la ciudadanía como rebaño (balando en las casas delante del televisor, en las manifestaciones, en los colegios electorales...) es la base sobre la que se asienta el Estado del bienestar. Un bienestar que nunca fue tal o, en el mejor de los casos, nunca fue completo. Se añora la España de hace unos años y ya nadie recuerda en su justa medida a los mileuristas, los muertos de las pateras, los explotados en el campo o la construcción, los excluidos de una u otra manera... El bienestar siempre fue parcial y condicionado. No hay bienestar válido si una parte importante de nosotras se queda fuera, aunque sean ovejas negras. Además, el Pastor-rebaño remite a la relación paterno-filial. El Estado es el padre que nos ama y cuida, que nos prohíbe cosas por nuestro bien, que nos dice qué decisión tomar desde su indiscutible sabiduría. El poder parental es un mal inevitable justificado solo en la falta de capacidad del niño para tomar sus propias decisiones o para valerse por sí mismo. Pero el niño está desvalido solo durante un tiempo. El poder paternal, menos mal, tiene fecha de caducidad. Por su parte, el Estado del Bienestar, el Pastor-rebaño, nos trata eternamente como seres inmaduros, incapaces y nos somete a su control permanente... por nuestro bien.