Hoy: cómo ir de cultureta snob cuando
la única intención es poner una cancionzaca para alegrarnos el día.
(Nota: El texto que sigue está
realizado con ideas y frases de “Vigilar y castigar” de Michel Foucault.)
El delito no se comete sólo contra la
víctima, se comete también contra el poder reinante. Los antiguos
príncipes sin límites lo veían claro y no tenían problema en
descargar todo su poder contra los delincuentes en espectáculos
públicos de taladramientos de lenguas, cortes de manos,
desmembramientos varios, latigazos y un brutal etcétera. Durante
siglos, los castigos eran infringidos en público para que el pueblo
recibiera con claridad sangrienta el mensaje de quién mandaba.
(Ahora, el Príncipe ha sido sustituido
por el concepto de Sociedad que, en este caso, actúa como
testaferro, hombre de paja, máscara amistosa de la Dominación.
Avanzar en este dirección nos llevaría a otras canciones distintas
a la que motiva este post. En consecuenca, lo dejaremos estar.)
Este doble sentido del crimen explica,
hasta cierto punto, la simpatía que muchos criminales despiertan. El
odio hacia la tiranía, hacia los impuestos abusivos, hacia los
abusos de todo tipo se convierten en solidaridad con el ladrón, con
el vagabundo, con el asesino. Algunos transformaron esta solidaridad
en una literatura del crimen en el que se le glorificó y se mostró
como una de las bellas artes. Ahí están Baudelaire o Quincey.
En esta literatura, el criminal era un
ser perverso, iluminado, hábil, inteligente y de buenas maneras.
Nada que ver con el criminal procedente del pueblo. Para este quedó
el género de “últimas palabras de un condenado”. En el cadalso,
se permitía al ajusticiado decir sus últimas palabras. Se esperaba
de él que reconociera el crimen y que pidiera perdón. De esa
manera, se hacía verdad el dictamen de la justicia, se consentía el
castigo y se daba ejemplo. Foucault cita el testimonio de Marion Le
Goff, jefa de una banda en la Bretaña de mediados del siglo XVIII:
“Padres y madres que escucháis,
vigilad y enseñad bien a vuestros hijos: yo fui en mi infancia
embustera y holgazana, comencé por robar un cuchillito de seis
ochavos... Después, robé a unos buhoneros, a unos tratantes de
bueyes; finalmente fui jefe (sic) de una banda de ladrones, y por eso
estoy aquí. Repetid esto a vuestros hijos y que al menos les sirva
de ejemplo.”
Aquí llega la excusa para poner la
canción. Estas palabras, que Foucault considera apócrifas, se
parecen pasmosamente a esta estrofa que canta alguien en el momento
de subir a un tren, rumbo a la cárcel y vistiendo “la bola y la
cadena”:
Oh, mother tell your children
Not to do what I have done
Spend your lives in sin and Misery
In the House or the Rising Sun
(Más o menos: Madre, dile a tus hijos que no hagan lo que yo, desperdiciar vuestras vidas en pecado y miseria en la Casa del Sol Naciente.)
Se trata de “The House of the RisingSun”, una canción popular que narra las desventuras de una persona
que acaba fatal en New Orleans, un estado de los USA con importante
influencia francesa. De hecho, según Wikipedia, uno de los lugares
que pudo haberla inspirado se llamaba “French Quarter”. Una cosa
más: la canción puede interpretarse desde el punto de vista de un
hombre o de una mujer (*).
Hay versiones para dar y regalar de
“The House of the Rising Sun” pero ¿cómo no elegir la de The
Animals?:
PD: Cata de lectura de “Vigilar,
castigar”. Reconozco que inicié el libro con cierto temor. Pensaba
que su lectura sería complicada y que solo conseguiría avanzar
lentamente, leyendo y releyendo cada frase para poder entenderla.
Puro prejuicio. Foucault escribe, a saber cómo lo consigue, con
precisión mitad filosófica mitad cirujana. Explica sus ideas de
forma insistente pero uno no se cansa de los ejemplos ilustrativos
porque no hay redundancia. No olvida el medio, sabe que está
escribiendo, que urge crear belleza combinando palabras y se entrega
con cierta voluptuosidad a la tarea (así, el robo puede aparecer
como “transferencia violenta de las propiedades”). Y, sí, a
veces hay que detenerse, tomárselo con calma, volver atrás y leer
con atención extra pero está bien, hace falta algo así de vez en
cuando. Leer a Foucault está más cerca del eureka que de la
identificación espontánea. Es decir, más cerca del “joder, eso
estaba ahí enfrente todo este tiempo y no me había dado cuenta
hasta ahora” que del “este tío sí sabe lo que dice (porque es
lo mismo que pienso yo)”. Foucault te llena de argumentos y de
evidencias. Algunas de ellas, hay que ser sinceros, molestan un poco,
qué se le va a hacer. Y si todo esto no fuera suficiente,algo más:
el respeto de Foucault por quien le lee es total, se nota en cada
coma, en la decisión de explicarlo todo pero sin tomarnos por
tontos.
Un párrafo para constatar todo lo
anterior:
“Y esta gran redistribución de los
ilegalismos se traducirá incluso por una especialización de los
circuitos judiciales: para los ilegalismos de bienes -para el robo-,
los tribunales ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de
derecho -fraudes, evasiones fiscales, operaciones comerciales
irregulares-, unas jurisdicciones especiales, con transacciones,
componendas, multas atenuadas, etc.”
(*) El folclorista Alan Lomax desmonta
estas interesantes coincidencias entre las últimas palabras de una
bandolera francesa y los versos de una canción excepcional (tampoco
se trataba de establecer una relación directa entre una y otra).
Según Lomax la melodía es de origen inglés y la letra se debe a
dos tipos de Ketucky (de nuevo, según Wikipedia). En todo caso, esto
no cambia nada de lo dicho.