Tengo un amigo que trabaja en el CSIC, es filósofo. Lo vi
hace poco, en una mani, of course, los nuevos centros móviles de ocio, y
me contó que están organizando en Madrid un seminario sobre leer a Marx en el
momento actual. Me muero de la envidia. Marx es un autor al que se le conoce,
se le valora y se le cita habitualmente a partir de fuentes secundarios, de
otros autores. Hace tiempo decidí acudir a las fuentes primarias y leerlo
directamente. He optado por el joven Marx, bastante más chispeante que el Marx
clásico. (Anda que no se nota que los amigos de la Internacional Situacionista
lo leyeron y adoptaron muchos de sus recursos literarios, yo estoy en ello).
Por todo eso me dio tanta envidia lo del seminario sobre Marx. Para consolarme,
me animo a escribir lo que sigue.
Marx está en esa categoría de autores que tanto (o más) como
lo que expone, interesa que sea ÉL quien lo exponga. Sus afirmaciones se
entremezclan con su figura de tal forma que la idea es válida (o no) por estar
dicha por ÉL. La idea es calificada sólo en función de quién la firma, sin
necesidad de analizarla o criticarla. Me mola Marx, por lo que me mola
todo lo que dice. Para que esta relación pueda ser siempre verdadera se exige
forzar la interpretación de sus textos (o, si es necesario, obviarlos). Téngase
en cuenta que en el caso de Marx la cosa va más allá de la simpatía o antipatía
personal. Todo un tipo de Estado y Partido se construyó con el marxismo como
excusa ideológica. No se podía permitir que el capitalismo de Estado se
tambaleara por ideas mal entendidas de Marx. Así lo explica Daniel Guérin (en Marxismo y socialismo libertario):
«En cambio otros autores -de los cuales emana un tufillo stalinista- el “humanismo” de Marx sería mercancía adulterada. Sostienen que Marx habría renegado muy pronto de sus “errores” juveniles y que las obras de su madurez “no necesitan ser comentadas en relación con su evolución anterior”. El Marx de los años mozos no “veía con claridad dentro de sí mismo”, su pensamiento era todavía “indeciso” y “anticientífico”. Es verdad que ya se llamaba Marx, pero apenas estaba “en el camino del marxismo”».
De esta manera, no es ya que la figura del autor se imponga
a su obra, es que tanto uno como otra deben ser vistos a partir de la
interpretación correcta que sólo los marxistas de pura cepa están en
disposición de hacer. Lo que dice Marx no es lo que dice Marx, es lo que ellos
dicen que dice Marx.
En el primer manuscrito de Manuscritos: Economía y
Filosofía, Marx establece, denuncia, una asimilación de las personas
que trabajan, o mejor: que deben trabajar, con la identidad de trabajador:
«Se comprende fácilmente que en la Economía Política, el proletariado, es decir, aquel que, desprovisto de capital y de rentas de la tierra, vive sólo de su trabajo, de un trabajo unilateral y abstracto, es considerado únicamente como obrero».
En el caso del trabajador todo lo que se diga de él en tanto
en cuanto trabajador, será válido de él en tanto en cuanto persona. Una terrible
sustitución de términos.
La naturaleza, de la que formamos parte, es «el cuerpo
inorgánico de las personas». Dependemos de ella, la reclamamos, para que nos
proporcione los medios necesarios para subsistir. De la misma manera, la
necesitamos como «materia, objeto e instrumento de nuestra actividad»(*). Es esta actividad una
pieza clave en nuestra diferencia con los animales porque las personas hacemos
de ella el objeto de nuestra «voluntad y conciencia». Sabemos lo que
hacemos y para qué lo hacemos. Construimos lo que nos es preciso y aquello que
deseamos. Producimos, creamos, en función de criterios que van más allá de la
supervivencia, nos dejamos guiar por «criterios estéticos», por la «belleza».
Pero donde el conejo construye una madriguera que pasa a ser
su posesión, una extensión de sí mismo, el lugar donde descansar y protegerse,
las personas trabajamos produciendo cosas que nos son arrebatadas. El obrero
que teje lana (imagen de la Inglaterra de mediados del siglo XIX, actualizada
en la mujer, o niño, que pasa media vida encerrada en una maquila), es
desposeído de su creación, el jersey se convierte en una mercancía que se le
arrebata y se pone fuera de su alcance. Horas al día tejiendo para después
tener que vestirse con harapos y pasar frío. El vínculo con la naturaleza, con
nuestra conciencia y voluntad se ha roto. Nos lo han roto.
La persona aspira a que su creación sea el reflejo de sí
misma, pone una parte de lo que es en el objeto. Objeto que, una vez hecho, le es arrebatado
produciéndose la enajenación del trabajador en la mercancía. No es, ni somos,
libre en su relación con el trabajo: debe someterse a él (para ganar el
sustento) y debe trabajar según lo que le ordenen: cómo, cuánto, dónde. «El trabajo es vida
y si la vida no se entrega cada día a
cambio de alimentos, sufre y no tarda en perecer. Para que la vida del hombre
sea una mercancía hay que admitir, pues, la esclavitud» (**) . El trabajador se enajena en el trabajo, pierde lo
que produce y hasta se pierde a sí mismo. La pérdida es tan esencial que
afecta a su vida por completo: «El trabajo enajenado por tanto [...] hace
extraños al hombre su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia
espiritual, su esencia humana». Al perder nuestra esencia (en la oficina, en
la cadena de montaje, en el mostrador de la tienda...), el «ser genérico del
hombre», nos convertimos en extraños a nosotros mismos, vamos a todas partes
con la inquietante sensación de albergar dentro de nosotros a un extraño (o a
un vacío amorfo que nos desorienta continuamente el centro de gravedad por lo
que nos es tan difícil erguirnos).
Siglos de enajenación pueden haber convertido a la presencia
de ese extraño en una infelicidad difusa, a veces depresión, a veces ansiedad,
casi siempre medicada. Si somos extraños para nosotros mismos, si nuestra
auto-relación se ha vuelto imposible, peor le va a nuestra relación con los
demás. Perdida la esencia, es imposible establecer relaciones humanas con
quienes nos rodean, sean los capitalistas que nos roban lo que hemos producido
o sean compañeros de trabajo. Estas relaciones estarán, por tanto, igualmente
enajenadas. Por eso es tan complicado establecer la oportuna enemistad que
merece el explotador o el cariño y solidaridad que merece el compañero.
La persona, en un cruel efecto reflexivo, ha quedado
reducida a una mercancía más. Y como tal mercancía está sujeta a las leyes que
la rigen: «Los grandes talleres compran preferentemente el trabajo de mujeres
y niños porque éste cuesta menos que el de los hombres» (como bien saben
Nike o Inditex).
Hasta aquí se ha hecho un resumen del razonamiento del
jovencito Marx y, como todo resumen, puede parecer parcial o incompleto. En
todo caso, él mismo afirma: «Con la misma Economía Política, con sus mismas
palabras, hemos demostrado que el trabajador queda rebajado a mercancía, a la
más miserable de todas las mercancías...». La cuestión puede matizarse, y se hará, pero es tan evidente que cuando alguien nos pregunta qué somos, espera que le respondamos en qué trabajamos (o en tiempos de crisis, qué hemos estudiado para poder trabajar).
* * *
Y en el próximo capítulo:
No hay arma de guerra más poderosa que la persona,
entiéndase de forma metafórica o literal, según el ánimo de cada cual.
«La desvalorización del mundo humano crece en razón directa
de la valorización del mundo de las cosas».
Tenemos que «considerar como una suerte la desgracia de
haber encontrado tal trabajo».
(*) No debería desprenderse de esa afirmación de Marx la idea de que la naturaleza está a nuestro servicio. Él mismo afirma que el «el hombre es una parte de la naturaleza». Y en el tercer manuscrito: «La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza»
(**) La traducción de los manuscritos, llenos de citas y notas sin desarrollar, se hace tan compleja que hay frases que no quedan claro, al menos para mí, si son de Marx o si son citas. Esta en concreto va acompañada de la siguiente aclaración entre paréntesis: «pags, 49-50 l.c.».
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